Enseñar
a filosofar es, en última instancia, enseñar a asombrarse, a no dar por bueno
lo que por parte de la mayoría es tenido por obvio. Los filósofos se sienten
igual que aquellos hombres prehistóricos que mantenían la llama como algo
sagrado
Manuel Cruz |
Se
deduce de las afirmaciones anteriores que, si nos centramos en el particular
ámbito de la filosofía, la habitual distinción entre las figuras del profesor
de Filosofía y la del filósofo tiene algo de artificioso, sobre todo si
pretende dar a entender que el primero se limita a proporcionar a sus
estudiantes la información sustancial respecto al pasado de la disciplina
mientras que el segundo pretendería adornarse con un plus de creatividad,
aportando su propia perspectiva o manera de ver las cosas respecto a los
autores considerados como clásicos. En realidad, visto el asunto desde el
ángulo que estábamos proponiendo, habría que reformular el dictum clásico según
el cual no se enseña filosofía sino que se enseña a filosofar, puntualizando
que la única manera de enseñar filosofía es filosofando, esto es, intentando
establecer esa relación viva con la propia tradición a la que nos instaba
Hannah Arendt.
Porque
enseñar a filosofar es, en sustancia, enseñar a asombrarse, y asombrarse es
precisamente no dar por bueno lo que por parte de la mayoría es tenido por
obvio y, por tanto, es dejado fuera de discusión. La filosofía, en ese sentido,
no va al compás del mundo (así van quienes cualquier cosa que sea la que ocurra
la consideran evidente e incuestionable) sino a contrapelo del mismo. El bien
que ella propone —en último término, la capacidad de someter a la realidad a
una impugnación radical—, lejos de ser el más extendido de los bienes,
constituye más bien una rareza. Pero esa situación, por seguir con la jerga
filosófica, no es necesaria sino contingente. Porque, como afirmábamos al
principio, lo que está en la naturaleza del saber —en cualquiera de sus ámbitos,
por tanto también en el de la filosofía— es precisamente esa querencia,
constituyente, de ser compartido por todos.
Los
filósofos trabajan para que la capacidad de asombro sea el bien más común, pero
son conscientes de la envergadura del desafío. Por eso, a menudo se sienten
como aquellos hombres prehistóricos que todavía no habían aprendido a producir
el fuego, y a los que no les quedaba más remedio que cuidar y mantener su llama
como algo sagrado que se iban traspasando de unos a otros. El fuego, en el caso
al que nos venimos refiriendo, es el fuego del asombro. La descripción es casi
literal: cuando un filósofo imparte una clase, ofrece una charla o simplemente
dialoga con alguien puede sucederle que, de pronto, advierta que la mirada de
su interlocutor se ha iluminado con un nuevo brillo. La experiencia tiene algo
de mágica y la conocen bien quienes han hecho de perseguirla el motor de sus
vidas: se produce en el instante en que prende en los ojos del otro el fuego
del asombro, y a los que se lo entregaron les es dado constatar la intensidad
con la que ha empezado a arder (el crepitar del logos, si se me permite el
atrevimiento).
Es
un regalo para el que ha conseguido traspasarlo y una carga, feliz, para el que
lo recibe. Porque pasa a ser su responsabilidad que la cadena no se interrumpa.
Al menos hasta el día en que seamos capaces de organizar el saber en la forma
debida.
Manuel
Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona
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