¿Deberían
los historiadores tener conocimientos
científicos sobre los temas que investigan?, y su reverso: ¿Deberían
los científicos tener conocimientos históricos sobre los temas que investigan?
Para responder a la primera pregunta os propongo el
artículo del excelente divulgador científico José Manuel Sánchez Ron, aparecido
en el diario El País el 31 de enero pasado.
Gassed. 1919 John Singer Sargent |
Uno de los hitos culturales del año que acaba de dejarnos fue la
celebración del centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial
(1914-1918). No fueron pocos los libros y artículos dedicados a analizar los
orígenes, desarrollo y consecuencias de aquella terrible contienda. Al repasar
mentalmente esos escritos, aquellos, al menos, de los que supe, observo que por
encima de sus muy diferentes enfoques y contenidos, algo los unía: poco o nada
se decía en la inmensa mayoría de ellos acerca de la ciencia, y eso que sin
ella es difícil comprender aquella guerra. Por supuesto, no nos debemos
extrañar: por mucho que se diga, independientemente de que ya sea casi un lugar
común reconocer el notable papel que la ciencia y su hermana, la tecnología,
han desempeñado y desempeñan en la historia de la humanidad, cuando se trata de
“la cultura” y de celebraciones culturales, la ciencia o no aparece o es algo
así como un comparsa secundario u ocasional. Parece como si aún viviéramos en
los tiempos en los que se aceptaba la idea de historia que se resumía en una
frase que unos atribuyen a Herbert Baxter Adams (1850-1901) y otros a sir John
Seeley (1834-1895), Regius professor de Historia en Cambridge: “la historia es
la política del pasado y la política es la historia del presente”. Frente a
semejante aseveración, hay que insistir que el gran motor de los cambios que se
han producido a lo largo de la historia de la humanidad se halla en los
desarrollos científico-tecnológicos.
Esto no implica, evidentemente, que los individuos —los grandes, los Julios
César, Mahomas, Cristóbal Colones, Napoleones, Hitleres y demás, pero también
los más menesterosos y aparentemente, sólo aparentemente, pasivos sujetos del
devenir histórico, como el molinero que revivió Carlo Ginzburg en su memorable El
queso y los gusanos (1976)— no deban ocupar un lugar central: al fin y
al cabo, todo lo que hacemos, lo hacemos nosotros, las personas; no somos
víctimas de fuerzas impersonales que atenazan nuestros destinos. Ahora bien,
limitarse a semejante base contextual constituye una miopía, fruto de la
ignorancia.
Y sin embargo, esto es lo que, en general, sucede, especial aunque no
únicamente en España, cuna y albergue de excelentes historiadores, así como de
ensayistas dotados de la capacidad de conmover nuestros espíritus, pero tanto
unos como otros habitualmente sólo en lo que se refiere a un escenario parcial,
limitado (de los políticos, prefiero no hablar ahora: su ignorancia es
desoladora). Se dirá que “una de las tareas del intelectual es entender y
ayudar a entender el mundo en el que vivimos”, y que en lo que se refiere a
España, objetivo preferente de los análisis de buena parte de nuestros
intelectuales-comentaristas-ensayistas, lo que nos ocupa y afecta poco tiene
que ver con el conocimiento de las leyes que rigen los fenómenos naturales, el
uso que hacemos de ellas y cómo ese uso repercute en nuestras sociedades, y
mucho con cuestiones como “corrupción”, “transparencia”, “nacionalismos”,
“paro”, “redes sociales” o “corrientes culturales” (entendidas éstas relativas
a actividades como la literatura, la pintura, el cine o la música). Y aunque,
desgraciadamente, tal argumentación tenga una indudable base, lo que pone en
evidencia son las limitaciones de lo que entendemos por “cultura” y,
subsidiariamente, por “historia”. Prestar atención a la ciencia y a la
tecnología posee, además, otras virtudes: nos obliga a adoptar perspectivas más
globales y cosmopolitas, ya que ciencia y tecnología no se pueden entender de
otra forma. Y el mundo actual es, más que nunca, eso, global. (A propósito de
esto, conviene recordar que el Premio Nacional de Historia, que otorga
anualmente el Estado español, únicamente es para obras que versen sobre la
Historia de España; libros que estudien episodios correspondientes a la
historia de otros países no pueden competir, teniendo, si acaso, que buscar el
refugio del Premio Nacional de Ensayo.)
Volviendo al ejemplo de la guerra de 1914-1918, en los estudios que se
dedicaron a ella las menciones a la ciencia y a la tecnología se limitaron, en
el mejor de los casos, a recordar la “guerra química”; ningún arma conmocionó
tanto a la opinión pública mundial entonces como la utilización con fines bélicos
de gases venenosos. Todavía, un siglo después, aun habiendo sigo testigos de
horrores mucho peores, nos impresiona ese recuerdo, plasmado maravillosamente
en el cuadro de John Sargent, Gassed (Imperial War Museum de
Londres). Aun así, la guerra química no fue determinante en el resultado de la
contienda. Ni siquiera los militares alemanes estuvieron preparados para
aprovechar estratégicamente las ventajas de haber sido los primeros en
utilizar, el 22 de abril de 1915, en Ypres, aquella arma. Desde el punto de
vista de los usos militares de la ciencia y tecnología (y aquí no hay que
pensar únicamente en la química, sino también en, por ejemplo, la detección de
submarinos, que implicaba a disciplinas como la acústica, hidrodinámica y
electrónica), la Primera Guerra Mundial fue, sobre todo, una de “entrenamiento”
para los militares, para que éstos y sus gobiernos adquiriesen conciencia del
papel central que para su profesión tendrían en el futuro: la Segunda Guerra
Mundial ya fue, plenamente, una tecnocientífica (electrónica —radar—, aviación,
matemática —descifrado de códigos secretos y análisis de sistemas— y energía
nuclear).
Pero una guerra no es sólo armamento y combates. Es preciso, por ejemplo,
preguntarse cómo fue posible que en 1913, Alemania —cuya población había
crecido de 25 millones en 1800 a 55 millones en 1900— consumiera 200.000
toneladas de nitrógeno al año, de las que 110.000 eran importadas en forma de
nitratos naturales procedentes sobre todo de Chile, a los que dejó de tener
acceso durante la guerra, mientras que entre mayo de 1921 y abril de 1922, con
una extensión geográfica menor que en 1913, utilizase 290.000 toneladas, toda
producida dentro de su territorio y empleada la mayor parte para cosechas
intensivas. Los vegetales, recordemos, necesitan de grandes cantidades de
nitrógeno y que para que un terreno pueda producir cosechas sucesivas, y para
que Alemania fuese capaz de continuar alimentando a sus ciudadanos durante la
Gran Guerra, tenía que disponer de abonos ricos en nitrógeno, e incapaz de
importarlos, no sólo dispuso de ellos sino que aumentó su producción. ¿Cómo?
Por la habilidad de sus químicos, y en particular de dos: Fritz Haber y Carl
Bosch, que desarrollaron un proceso para producir amoniaco (NH3) utilizando
nitrógeno atmosférico (N). En este sentido, para Alemania al menos, la Primera
Guerra Mundial sí fue la “guerra de la química”.
En el otro bando, el hecho de estar enfrentados a Alemania, la nación líder
en la producción de numerosos productos científico-tecnológicos, obligó a tomar
medidas. Al poco del inicio de la guerra, en el Reino Unido, por ejemplo,
comenzaron a escasear tintes artificiales, que la industria textil necesitaba,
entre otras cosas, para teñir los uniformes de sus soldados; también escaseaban
productos farmacéuticos, y otros, como acetona y fenol, necesarios para la
fabricación de explosivos. Para evitar esto, finalmente se creó una nueva
organización, la Board of Invention and Research, con la que la ciencia y la
tecnología pasaban a formar parte del aparato institucional del Estado. Y
ejemplos parecidos, públicos o privados, se dieron en Estados Unidos (su
industria química —Du Pont en especial— comenzó a convertirse en líder mundial
durante la guerra).
La historia, en suma, no se puede reducir, a la política, o a la economía
(por citar otro elemento privilegiado en las reconstrucciones históricas) del
pasado. Vivir de espaldas a la ciencia y a la tecnología a la hora de intentar
comprender el mundo, su historia, limitarse a, como mucho, ser meros usuarios
de sus resultados y productos, representa, hoy aún más que ayer, una
injustificable limitación. Y si hablamos de Historia, convendría que en las
Facultades dedicadas a esta maravillosa y fundamental materia no se olvidase
que pobre será la educación que se dé en ellas si la historia de la ciencia y
la tecnología no reciben la atención que su papel en el pasado, el presente y
el futuro merece.
José Manuel Sánchez
Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de
la Ciencia en la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid.
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