El escritor Juan José Millás denuncia en este artículo la
impostura que supone hablar de “consumo cultural”. Podemos vivir sin leer a
Dostoievski pero es probable que el que no se nos motive a hacerlo nos prive de
un modo de leer el mundo y de leerse en la búsqueda de sentido, pues nos priva
de discurso. Un discurso que puede ser más potente que la dinamita.
La realidad es
producto del discurso, así debemos entender el estado de cosas actuales,
analizando el discurso que, una y otra vez, nos amedrenta con la palabra “crisis”,
y recorta no tanto “formas de consumo”, cuanto “formas de vida”. Si tienes
paciencia y lees el artículo, quizás constituya un motivo para pararse a pensar
y escribir el resultado de este esfuerzo en el blog. Ánimo pues…
Un ataque político a las formas de vida
El País. 26/12/2013
Cuando leo o escucho que baja el “consumo cultural”, estiro las orejas como
un perro. Hay más cosas que hago como un perro, pero no sé si tienen que ver
con la cultura. El caso es que la expresión “consumo cultural” me pone
nervioso, como si se tratara de una contradicción en los términos. O es consumo
o es cultural, me digo. Veamos: esa persona que en este mismo instante se
encuentra en la cama de la habitación de un hotel leyendo Crimen y
castigo, ¿está consumiendo realmente el libro? ¿Lo consume al modo en
que consumo yo energía eléctrica al encender la luz, al modo en que consumo una
conserva al abrir una lata de berberechos, al modo en el que consumo un pequeño
electrodoméstico al exprimir una naranja? ¿Está consumiendo la novela como el
adolescente que consume la paciencia de los padres, como el cincuentón que
consume para cenar un yogur griego con pipas de calabaza, como el que se compra
un rolex de oro? ¿Podríamos decir que esa persona es usuaria
de la novela de Dostoievski al modo en que se es usuario de un campo de golf o
de una tarjeta de crédito?
Ustedes perdonen, pero la imagen de una señora desesperada (porque me
gusta, sí, que esté desesperada) leyendo el libro del célebre autor ruso me ha
despistado del asunto principal. Pensar que mientras yo escribo estas palabras
puede haber una mujer en la habitación de un hotel de Buenos Aires, por
ejemplo, siguiendo, jadeante, las aventuras y desventuras de Raskolnikof, el
famoso asesino de la vieja avara, me excita mucho, muchísimo, y en todos los
sentidos. Ya me pregunto si la lectora está en ropa interior o desnuda, si con
fiebre o sin ella, si con maquillaje o con la cara lavada. ¿Y qué hace en
Buenos Aires, por Dios? ¿Vive en Argentina o acaba de llegar de Europa y se ha
desvelado por la diferencia horaria? ¿Es representante de una firma de
cosméticos o profesora de Lengua? De ser profesora de Lengua, seguro que ha
acudido a un congreso. La Lengua es una de las cosas que más congresos produce,
la Lengua y las enfermedades del corazón. Por cierto, ¿sería correcto calificar
como producto de consumo un Congreso sobre la Metáfora al que acudiera como
ponente, pongamos por caso, Umberto Eco? ¿Se consume una conferencia de Eco con
el mismo espíritu e idénticos resultados con los que se consume esta marca de
agua tónica o aquella otra? Y bien, ¿ha entrado esa señora de Buenos Aires en
el libro de Dostoievski con el mismo espíritu pródigo con el que se entra en un
concesionario de automóviles o en una tienda de perfumes?
El libro tiene un costado contable, eso no podemos negarlo. Hay quien lo
escribe, quien lo edita, quien lo distribuye y hay, con suerte, alguien que lo
compra. Proporciona puestos de trabajo, genera actividad económica e influye en
el PIB. Pero, claro, todo eso es pura filfa en relación con los beneficios
intangibles que proporciona. Un sistema filosófico, en fin, no es un bien
consumible. Tampoco una fantasía erótica, qué le vamos a hacer. Las obras de
Platón llevan siglos produciendo beneficios económicos, pero a ningún
perturbado se le ha ocurrido, de momento, establecer el cálculo porque no se
lee a Platón como se compran acciones de Endesa. Otro asunto es que su lectura
provoque efectos secundarios de ese orden en la medida, por ejemplo, en que uno
pueda ganarse la vida explicando al filósofo griego (los profesores de
filosofía no fueron siempre una especie en extinción).
Por eso deberíamos ser más cuidadosos al elegir las palabras con las que
nombramos las cosas. Ir al cine, escuchar a Beethoven, leer a Dostoievski o
visitar el Museo del Prado no son formas de consumo. Son formas de vida. Así
que, en vez de señalar en los periódicos, un día sí y otro también, que este
Gobierno recorta las ayudas económicas al cine, al teatro, a la educación,
etcétera, deberíamos denunciar que recorta las formas de vida actualmente
existentes: “El Gobierno recorta una nueva forma de existencia”. “Desciende el
número de formas de entender el mundo”. “El ministro de Cultura aboga por el
monocultivo cinematográfico”. Tales deberían ser los titulares.
¿Cómo se ha llegado a esta situación en la que nos pasamos el día haciendo
reglas de tres por las que intentamos averiguar cuán burros somos estableciendo
proporciones aritméticas entre los presupuestos del Estado y la Crítica
de la Razón Pura? Se ha llegado dando por supuesto que aquello que no
se puede medir como se mide una hectárea, o cuantificar como se cuantifica una
herencia, no existe. Si cuantificar consiste en expresar numéricamente una
magnitud, ya me dirán qué cifra otorgamos a las obras completas de Kafka.
Ir
al cine, escuchar a Beethoven, leer a Dostoievski o visitar el Museo del Prado
no son formas de consumo. Son formas de vida
—A ver, ¿qué beneficios le ha traído a la señora que hemos abandonado en la
cama de un hotel de Buenos Aires leer a Dostoievski?
—Beneficios, ¿en qué sentido?
—Beneficios en el sentido de beneficios, gilipollas.
—Bueno, podríamos decir que uno es más sabio después de haber leído al
ruso.
—Más sabio, más sabio… ¿Hablamos de una sabiduría práctica, de la que se
puedan obtener unos rendimientos económicos inmediatos?
—Eso no, pero cuando uno lee aprende a leerse y a leer el mundo, aprende a
interpretar la realidad, comprende la importancia de la búsqueda del sentido…
—No me joda usted. Yo, sin haber leído a Dostoievski, quizá gracias a eso,
he montado una franquicia de jabones que da trabajo a cinco mil personas.
—¿Cuánto ganan esas personas?
—Cuatrocientos euros de media. Y me hacen horas extraordinarias y festivos,
y si les pido que me lleven a los niños al colegio, me los llevan. Bien visto,
no entiendo cómo no me matan.
—Quizá porque no han leído a Dostoievski.
—Razón de más para prohibir las humanidades.
¿Acaso, cuando muere un autor, la necrológica señala lo que su pérdida
implica desde el punto de vista económico? Recientemente nos abandonó Doris
Lessing. He leído todo lo que se escribió en los días posteriores a la noticia
y nadie hacía mención a su potencial económico. ¿Las obras de esta autora no
produjeron dinero? Sí, quizá más del que usted y yo podamos imaginar.
¿Entonces? ¿Se omitió el dato por delicadeza? En absoluto. Se omitió porque el
beneficio económico era un daño colateral. Lo importante de la
obra de Doris Lessing es lo que hizo por el progreso de la cultura humanística,
que no se puede reducir a una cifra. Cuando esto no se comprende, las
humanidades se van al carajo en los estudios. Se quita el latín, se quita el
griego, la filosofía, se reduce el estudio de la lengua y la literatura...
Cuando no se comprende, decimos, pero quizá también cuando se comprende demasiado.
Las sociedades en las que se pierde la sensibilidad cultural son más dóciles,
más fáciles de manejar, son menos libres porque carecen de un discurso
alternativo al dominante. Sin discurso, no hay manera de modificar la realidad.
La realidad es producto del discurso. La realidad actual es producto del
discurso dominante actual. De ahí su calamitoso estado.
Cada lunes por la mañana, cuando salgo a caminar por un parque cercano a mi
domicilio, veo, indefectiblemente, rota la marquesina de un autobús. Son destrozos
llevados a cabo cada fin de semana por jóvenes incapaces de expresar su
malestar de otro modo. Odian el sistema y apedrean por tanto los símbolos
externos de ese sistema practicando un modo de delincuencia atenuada que les
compensa momentáneamente de vivir en un mundo sin salida, sin horizonte laboral
o moral, en un mundo completamente desquiciado. No advierten que el
delincuente, tal como señalaba Octavio Paz en un ensayo de juventud, confirma
la ley en el momento mismo de transgredirla. No se trata de un sujeto
peligroso, pues. De hecho, si un día, de la noche a la mañana, desapareciera
esta delincuencia de baja intensidad, el Ministerio del Interior tardaría 48
horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas plazas de
delincuentes desaparecidos.
Si se puede practicar impunemente la
delincuencia grande, por la que actualmente estamos gobernados, es, en parte,
por la existencia de los pequeños malhechores, con los que el poder nos distrae
como ese mago que nos obliga a mirar su mano izquierda mientras consuma la
trampa con la derecha. El joven, pues, que el sábado por la noche termina la
juerga colocando silicona en la ranura de un cajero automático para no irse a
la cama sin haber contribuido a la liquidación del sistema, está haciendo
gratis algo por lo que le deberían pagar. No sabe hasta qué punto está
contribuyendo a reproducir lo que detesta. No constituye un peligro para nadie,
excepto para sí mismo. El tipo verdaderamente peligroso es el que un sábado por
la tarde se queda en casa leyendo Madame Bovary (tomen Madame
Bovary como un ejemplo). Ese chico es una bomba, ya que la realidad
está hecha de palabras. Quien las domina tiene más capacidad de destrucción que
un experto en explosivos. Si los lectores de Madame Bovary, en
fin, alcanzaran el tamaño que los sociólogos denominan “masa crítica”,
acabarían generando un discurso que, colocado en el sitio adecuado, haría, al
explotar, más daño que la Goma 2.
No hace mucho estaba en
mi casa, sin meterme con nadie, cuando sonó el timbre de la puerta. Abrí. Al
otro lado había una chica que quería hacerme una encuesta sobre “hábitos de
consumo”. La invité a pasar y todo fue bien hasta que llegamos al apartado de
“consumos culturales”. ¿Cómo se mide ese hábito?, me pregunté. ¿Se puede
calificar la lectura de Proust como un hábito de consumo? Entonces fue cuando
me vino a la cabeza la imagen de una señora de edad media leyendo Crimen
y castigo en la habitación de un hotel de Buenos Aires. Despedí a la
encuestadora y repasé las noticias de los últimos meses relacionadas con el
estado de la cultura. Todas, sin excepción, hablaban de los recortes económicos
en un intento desesperado de cuantificar económicamente lo incuantificable.
Naturalmente que hay una relación entre el dinero circulante y los bienes de
consumo. ¿Pero debemos darle a la cultura y a la educación el tratamiento de un
bien de consumo? No lo creo, porque en ese mismo instante las reducimos a la
categoría de lo prescindible. Si en épocas de crisis, viene a decirnos el
ministro de Cultura, prescindimos del coche o de cenar fuera los sábados, ¿por
qué no reducir también el consumo de Quevedo, de Flaubert, de Walter Benjamin,
de Chejov o de Hitchcock? Ahí está la trampa. La incógnita de por qué hoy somos
más burros que ayer pero menos que mañana no se despeja con una ecuación convencional.
Tal vez los recortes que el Gobierno actual está aplicando a la formación
humanística y, en general, a la cultura, no sean el origen de nuestras
carencias educativas, sino su consecuencia. Lo hace porque puede. Lo hace
porque nos puede. Nos puede porque nos hemos quedado sin discurso.
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