domingo, 23 de noviembre de 2014

Cuando la vida nos pide morir

   «Se vislumbraba un nuevo día, los rayos del Sol trataban de entrar tímidamente entre las dobleces que la cortina relataba, todos ellos incidían en mi cama y me animaban a levantarme y tratar una nueva conversación con la vida. El aire se mantenía en un tono cálido y amable, bajé las escaleras y me dispuse a desayunar; me entretuve en mi rutina diaria antes de salir de casa, despidiéndome de nuevo de Tapón.
   Había terminado de correr y tan solo me interesaba llegar a casa, ducharme y proponerme unas horas de cita con el sofá. Una vez en él, llamé a Tapón a que me hiciera compañía, se tumbó a mi lado y ambos comenzamos a ver uno de esos programas que la gente entiende como deshechos. Algo había cambiado, o quizás era yo el que se lo formulaba, aquel sentado a mi lado semejaba no pasar su mejor día. No era raro que se me echara encima y me empezara a lavar la cara, que me mordiera el brazo en busca de una mayor atención o que simplemente diera vueltas sobre sí mismo en la alfombra; pero ese día no, ese día mantenía una mirada perdida.

   Nada en mi rutina cambiara en las semanas siguientes, tan solo el recibimiento al llegar a casa me desconcertaba. Mi mente se rindió en cuanto a formular hipótesis sin sentido y decidí que fuera otra persona la que se encargara de ese trabajo. Llevé al peludo al veterinario, antaño habría hecho amago de no entrar, mas de esta vez no hubo ningún muro que levantar. Me entretuve contando baldosas en el tiempo de espera a la par que observaba preocupado la mirada de mi amigo; entramos a la consulta, tuve que relatar, como era costumbre, los hechos o todo lo que supusiera a mi imaginación llevarme hasta ese lugar, una vez cerrada la historia el veterinario comenzó a inspeccionarle, un examen general.
   Pasé veinte largos minutos observando cómo una persona trataba a mi perro de marioneta y este se dejaba, hasta que terminó la función y comenzó de nuevo el diálogo. No había nada claro, pero sí existía aquello a lo que llaman sospecha; le extrajo una muestra de sangre, además de clavarle una aguja cerca del estómago. Nos comentó que volviéramos por ahí pasadas un par de semanas.
   Las siguientes dos semanas y el propio día de la cita fueron tan apáticas, dolorosas y grises, que no son dignas de redactar. Tan solo condensarlas en el diagnóstico de cáncer de páncreas de Tapón.


   Mi vida cerró un pasado totalmente distinto y se dispuso a empezar de cero, tratando de aceptar una noticia irremediable, que llevaría a un futuro largo y cercano, de un sabor muy amargo para los dos. “Aprovecha su vida”, aquella frase que retumbaría en mi mente como caceroladas en una manifestación. Tenía el problema, tenía el contraproblema, pero aun así no era capaz de verlo como una solución. Mi rutina comenzó a girar en torno a él, observándolo a todas horas y tratando de plasmar en mis palabras lo que su mirada transmitía, dolor.
   Mi mente abrió paso a la salida más clara del problema, compatible con ese provecho de su vida, todas aquellas personas a las que se lo comentaba mantenían una completa afirmación, deshacerse del sufrimiento. Incluso el veterinario trató la idea de posible, y quizás, de coherente.
   Los días pasaban y con ellos el estado de ánimo de mi perro, su energía era cosa del pasado, incluso comenzaba a ladrar y llorar del dolor que debía… no, que tenía que soportar. Apenas dormía, daba vueltas en círculos siempre en la misma zona del salón, ya no comía ni bebía; me daba miedo mirarle a los ojos y averiguar la realidad. No pude más, acepté.

   Se vislumbraba un nuevo día, los rayos del Sol trataban de entrar tímidamente entre las dobleces que la cortina relataba, todos ellos incidían en mi cama y me animaban a levantarme y tratar una nueva conversación con la vida. El aire se mantenía en un tono cálido y amable, bajé las escaleras y me dispuse a desayunar; me entretuve en mi rutina diaria antes de salir de casa, no había nadie de quién despedirse. Ya había pasado una semana desde que dejara a Tapón olvidar todo aquel conjunto de sufrimiento, los conocidos me animaban insistiendo en el hecho de que lo realizado estaba dentro de lo correcto, que no había nada de malo en liberar a alguien de su dolor cuando este lo aceptara, Tapón lo había aceptado e incluso suplicado con su mirada desde hacía ya mucho tiempo. Comprendí que no siempre es la vida la que debe decidir sobre nosotros, sino que en ciertos casos debemos ser nuestra propia naturaleza.»

   Y yo me pregunto, si Tapón se llamase madre, padre, hermano, amigo, pareja, ¿seríamos tan “humanos” con el dolor?

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