Remedando
a Nietzsche en su obra la “Filosofía a martillazos”, José Andrés rojo, escribía
ayer este alegato en el diario el País.
Cargarse la Filosofía a
martillazos
Para
muchos habrá sido una excelente noticia. “Por fin han arrinconado de una vez al
muermo de la Filosofía”, se habrán dicho con esa íntima satisfacción que se
produce cuando los que deciden han subsanado un antiguo disparate. Hay dos
argumentos que utilizan quienes celebran marginar a Platón, Kant, Nietzsche y
compañía de las aulas —la LOMCE ha reducido sus contenidos sustancialmente: ya
solo es obligatoria la Filosofía en 1º de Bachillerato—. Uno es visceral: no
hay quien soporte tanta cháchara conceptual, son aburridos. El otro es
pragmático, y viene a decir que cuanto pensaron y escribieron no sirve para
nada, es absolutamente inútil.
Ni uno solo de los políticos y pedagogos que ha
participado en esta aberración reconocerá jamás que ha colaborado en mandar a
la Filosofía al purgatorio porque la consideran tediosa. Pero serán muchos los
que estén encantados de haber defendido la otra razón.
Las cosas están muy mal, sentencian en ese caso: los
chavales no encuentran trabajo ni locos, y eso que cada vez estudian más y
tienen más deberes, lo que ocurre es que este país se anda por las ramas, los
masacran con las humanidades que no tienen futuro y no les dan herramientas
para que sean de verdad competitivos en el mercado, no saben inglés, van dando
traspiés con las nuevas tecnologías, viven de espaldas a los cambios de las
costumbres, etcétera. Conclusión: acabemos con la Filosofía.
No hace falta ser un lince para llegar a la conclusión
de que no tiene ningún sentido fabricar filósofos si lo que
el mercado reclama son informáticos, médicos, ingenieros, electricistas,
panaderos o, pongamos por caso, trapecistas. Todo el mundo sabe, además, que
con el cogito ergo sum de Descartes no se arregla una cañería. Pero no
es esa la cuestión. Lo que importa es que haya un plan. Y con siete leyes de
educación no universitaria en los últimos 35 años una única conclusión se
impone: los políticos de este país no saben lo que quieren.
O lo saben demasiado bien: servirse de la educación para la
greña ideológica, para favorecer intereses gremiales, para ganar votos o para
hacer patria. Lo que se olvida con demasiada frecuencia es que, durante esos
años decisivos, los estudiantes no solo aprenden unas materias sino que se
forman como personas. Y en esa formación hay dos cuestiones que los educadores
deberían cuidar con especial esmero: que construyan sus propios criterios y que
aprendan a disfrutar. Vaya, que cultiven el espíritu crítico y que sean
creativos. Que lean y que piensen, que discutan, que le encuentren la gracia a
un cuadro o a una sinfonía. Si no lo han hecho antes, y no lo hacen entonces,
están perdidos. Ningunear la Filosofía es un mensaje contundente. Viene a decir
que a esta ley le importa poco ocuparse del lado inútil de la formación:
el que nos permite tener criterio, ideas, afán crítico, curiosidad. Cierto que
pueden servir otras asignaturas. Pero la eficacia de la Filosofía en estos
menesteres viene acreditada de lejos. ¿Por qué despreciarla ahora? Ahora,
cuando tanta falta hace.
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