El País, 5 de marzo de 2015
Este libro está destinado a causar
una bronca monumental entre científicos sociales, pensadores y lectores de todo
signo —como ya ha hecho su versión inglesa en Estados Unidos—, así que lo mejor
será que arranque este comentario resumiéndoles lo que sostiene su autor, el
prestigioso divulgador Nicholas Wade, antiguo editor deNature, Science y las páginas científicas de The New YorkTimes.Tiempo
habrá después para discutir sobre lo que el autor no dice, que será
probablemente el tema principal de la polémica subsiguiente, como suele ocurrir
en estos casos.
Wade sostiene que
hay un componente genético en el comportamiento social humano, y que esos genes
están tan sujetos al cambio evolutivo como los que controlan el color de la
piel, el metabolismo de las grasas o la adaptación a las grandes altitudes; que
esa evolución del comportamiento social ha seguido cursos diferentes en las
distintas razas, y que esas diferencias, aunque leves, han tenido efectos
multiplicativos en las instituciones que prevalecen en una u otra población
humana. El autor reconoce que nada de esto son hechos probados, sino
conjeturas, y el libro consiste en una detallada argumentación a su favor: un
argumento que quiere otorgar un papel a la evolución biológica en el gran drama
de la historia humana.
Esta idea, sin la
menor duda, choca frontalmente con una premisa de fuerte consenso entre los
científicos sociales, y entre la vasta mayoría de los naturales: que la
evolución biológica se detuvo al surgir nuestra especie, y que por tanto no
tiene nada que decir sobre la historia de la humanidad, que sería explicable
enteramente en términos culturales. Mantener lo contrario no es más que una
exhibición de racismo, según este consenso, y merece no ya una refutación
académica, sino una amonestación moral. Y esto es, en efecto, lo que ha
recibido Wade en el mundo anglosajón, con acusaciones de racismo y una carta a The New York Times donde 139 genetistas —incluidos los
que él cita en su libro— le desautorizan de forma explícita y humillante. De la
que le ha caído en los blogs mejor ni hablar.
La posición ortodoxa, sin embargo,
no puede exhibir unas credenciales científicas mucho mejores que la propuesta
de Wade. Al igual que esta, se trata de una mera conjetura, no de un hecho
probado. Una de sus premisas fundamentales —que la evolución se detuvo al
surgir nuestra especie— se debe considerar ya tan refutada como la cosmogonía
de Ptolomeo. Los rasgos externos como el color de la piel son adaptaciones al
clima local que, obviamente, han tenido que ocurrir después de que un pequeño
grupo de humanos modernos saliera de África hace 50.000 años para colonizar
progresivamente el resto del mundo. Los genes del metabolismo se seleccionan
durante siglos de hambrunas para almacenar toda la grasa posible con un
alimento escaso, y empiezan a matar a la gente de diabetes cuando las
condiciones mejoran. Los pobladores de las alturas del Tíbet y de los Andes
están adaptados a la escasez de oxígeno gracias a sus genes, no a sus hábitos
de lectura. La moderna genómica ha revelado las huellas delatoras de la
selección natural reciente en muchos genes humanos. El dogma de que la
evolución se paró al surgir la especie está muerto y enterrado.
Otra pata
esencial de la posición de consenso es la tabula
rasa: que el ser humano nace
con un cerebro cognitivamente virgen, como un disco duro borrado por los
servicios secretos, y enteramente moldeable por la experiencia, el aprendizaje
y el entorno cultural. Y se debe considerar también refutada. Los productos de
la experiencia son sinapsis reforzadas o debilitadas, pero el ser humano, como
cualquier otro animal de este planeta, nace con todo tipo de sesgos genéticos
en sus conexiones neuronales: con sinapsis que ya vienen reforzadas o
debilitadas de nacimiento. Gracias a eso podemos aprender a hablar, a
diferencia de los perros y los monos. La tabula
rasa también ha muerto.
La bronca sobre el libro de Wade,
entonces, no debería despistarse con todos esos pseudoproblemas, sino con
cuestiones mucho más nítidas e interesantes. No nos enredemos si la evolución
se paró —no se paró—, ni si en las razas existen —llámenlas poblaciones y
sigamos adelante—, sino en los asuntos verdaderamente sustanciales. Por
ejemplo, ¿afectan realmente los genes al comportamiento social? ¿Qué genes, y
de qué forma, y en qué medida? Si hubiera variantes genéticas que afecten al
carácter disciplinado o rebelde, conservador o experimental, apaciguador o
pendenciero —y es muy probable que las haya—, ¿podrían presentar distintas
frecuencias en distintas poblaciones? ¿Y podría explicar eso alguna diferencia
sociológica o política entre ellas? No discutamos sobre si hay genes de la
inteligencia —se cuentan por docenas—, sino sobre si eso tiene algo que ver con
el hecho de que los judíos, que solo suponen el 0,2% de la población mundial, hayan
obtenido el 30% de los premios Nobel de este siglo.
No se dejen
engañar por las fatuas de los genetistas (y quien les habla es uno). Wade no es
un racista, ni un determinista genético, ni la última encarnación del diablo.
Tampoco es judío. Puesto que la bronca se va a armar de todos modos, no solo me
voy a permitir recomendarle el libro, sino también cómo leerlo: sin escándalo,
dejando en suspenso el dogma recibido, inclinando la cabeza en el ángulo
adecuado para entender el argumento del otro. Así se construyen las sociedades
abiertas. Lo demás son manadas en la estepa del intelecto.
Una
herencia incómoda. Nicholas Wade. Traducción de
Joandomènec Ros. Ariel. Barcelona, 2015. 295 páginas. 20,90 euros.
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