Espulgando la prensa este fin
de semana, me he encontrado con algunos textos interesantes para dar que pensar
en nuestro tema sobre lo que significa “conocer”. Aquí os dejo un ejemplo sobre el área de Historia a la que he añadido algunas jugosas cuestiones de conocimiento para vuestro entrenamiento como epistemólogos.
¿Sobre
quién debe escribir la historia, sobre individuos reales o sobre entidades
abstractas?
¿Qué
papel juegan dichas entidades en la interpretación de los acontecimientos del
pasado y nuestra comprensión del presente?
¿Se
puede usar la historia como propaganda? Si es así, ¿cómo?
Clases, naciones, civilizaciones, dioses, pueblan nuestro discurso diario
como si fueran reales y tangibles, como si fueran árboles, animales o
edificios. Y son meras convenciones,
necesarias para la vida social y nuestra comprensión del mundo, pero inaprehensibles
como actores en el escenario humano.
“En el
nombre de Dios todopoderoso”, comienzan su sermón los ulemas o los obispos. “En
representación del proletariado”, dicen —o decían— hablar los partidos
comunistas. “Lo que Cataluña pide es”, oímos a cualquier nacionalista; a lo que
su contrincante, con no menor desenvoltura, le opone: “España no puede
consentir…”. Otros se arrogan la representación de “la gente” o “el pueblo”. Y
hay quien propone una “alianza de civilizaciones” y se abraza un dirigente exótico
convencido de ser una civilización; a lo que un politólogo conservador opone su
pesimista diagnóstico de una “guerra de civilizaciones”, sin explicar cómo dan
órdenes y movilizan ejércitos… Cualquiera que oiga una de estas, aparentemente
ingenuas, expresiones, debería alarmarse, pulsar de inmediato el botón de las
alarmas.
Porque no
estamos ya en el mundo mental de los autos
sacramentales, unos dramas alegóricos en los que aparecían personajes que
encarnaban ideas, como la Fe, el Pecado, la Primavera, el Apetito, la
Sabiduría, la Caridad o el Error, y que exponían con nitidez las ventajas o
inconvenientes de esas abstracciones. Era una manera sencilla de explicar a una sociedad poco letrada las
complejidades teológicas de una religión común a todos. Pero hoy, después
de lo que hemos sufrido con guerras religiosas e ideológicas, ¿podemos
consentir que alguien hable en nombre de Dios, el proletariado, el islam,
Cataluña, España o “la gente”? ¿Quiénes son, dónde están, estos entes? ¿Quién
puede presumir de haberlos conocido en persona, de haberse tomado una copa o
dado de bofetadas con ellos?
( )
No quiero
entrar aquí en un debate filosófico sobre lo que es una abstracción y sus
diferencias con esencias, tipos ideales o universales. Me refiero a una cierta clase de abstracciones: a las identidades colectivas, esos conjuntos
sociales a los que los individuos nos adscribimos y que nos etiquetan,
diferencian, comparan y discriminan, sea positiva o negativamente. Estos entes
pueblan nuestro discurso cotidiano, creemos en ellos, cohesionan nuestra
sociedad y nos movilizan contra los que consideramos “nuestros” enemigos. Pero,
estrictamente hablando, ni protagonizan la acción política ni explican la
causalidad histórica. Esto lo hacen organizaciones o grupos concretos que, eso
sí, dicen actuar en nombre de una colectividad o de un programa o mensaje
moral.
( )
Para explicar el pasado o el presente, lo mínimo
que debemos exigir a un historiador o un científico social es que su análisis
parta de sujetos concretos, inequívocos, de los que pueda documentar
reuniones, decisiones y actuaciones. Es decir, que no atribuya la autoría de
los hechos a la burguesía o al proletariado, a España o a Cataluña, al islam o
al cristianismo, a la gente o la casta, sino al partido o sindicato A o B, al
círculo nacionalista X o Z, a la iglesia tal o cual, a esta o aquella
corporación financiera, al grupo revolucionario Mano Negra o a la oficina
contraterrorista MI5.
( )
Este no es
un llamamiento en favor de un empirismo ingenuo. No estoy diciendo que el análisis político o el relato histórico
deban limitarse a registrar datos y hechos. Los datos no bastan para
explicar nuestro entorno ni nuestro pasado. Necesitan ser interpretados, para
lo que nuestra mente recurre a esquemas mentales, a conceptos abstractos. Pero
estos son solo instrumentos analíticos,
no realidades. En cuanto a los sujetos
colectivos o los conjuntos normativos que pueblan nuestro discurso —clases,
naciones, doctrinas, mitos, promesas redentoras—, tienen realidad, en la medida en que creemos en ellos y actuamos
movidos por ellos; pero tampoco son los autores o los protagonistas de los
acontecimientos. Nuestro análisis, o nuestra
explicación del mundo, debe partir siempre de datos verificables: el
individuo X se reunió con Y el día tal en el sitio A o B y le hizo esta o
aquella propuesta. Que lo hiciera diciendo actuar en nombre de una idea es lo
de menos, aunque tampoco debamos despreciarlo, porque quizás ayude a entender
por qué fue aceptado o rechazado.
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