jueves, 26 de diciembre de 2013

Fuera de nosotros no hay luz, sólo energía electromagnética

¿Y si la realidad que nos rodea no existiera, o no tal como la vemos? ¿ Y si fuera producto de nuestra mente y de los procesos sensoriales? ¿Qué pasaría si viviéramos en un mundo sin olores, colores, sonidos, sabores?

 Os dejo este artículo de Cristina Sáez, aparecido en el diario La Vanguardia (29/06/2012),  a propósito de la publicación de la obra del psicobiólogo Ignacio Morgado, Cómo percibimos el mundo (Ariel).

Contemplar un atardecer en otoño y deleitarse con los rojizos y anaranjados que tiñen el cielo; el olor a café y tostadas de la mañana; el sonido de las gotas de lluvia al repiquetear en la ventana; el tacto de las sábanas limpias recién cambiadas. ¿Y si nada de esto existiera? ¿Y si las hojas de los árboles no fueran verdes, ni el azúcar dulce, ni de las rosas emanara fragancia alguna? ¿Y si viviéramos en un mundo silencioso, incoloro, insaboro e inodoro y todo aquello que creemos ver, oler, saborear, tocar, oír fuera una invención de nuestro cerebro?

Los seres humanos siempre hemos considerado los sentidos una puerta de acceso al mundo exterior, a través de los cuales explorábamos nuestro entorno y obteníamos información sobre él, básica para poder velar por nuestra supervivencia. Aristóteles clasificó esos rádares naturales del organismo en cinco: vista, oído, gusto, tacto y olfato. Y a esos, hemos ido añadiendo, recientemente, otros como el sentido del equilibrio, la temperatura, el dolor, la posición corporal y el movimiento.

No obstante, nuestros sentidos, como ya sospechaba Descartes –quien afirmaba que no podíamos fiarnos de ellos para conocer el mundo– no son simples captadores de la realidad: transforman los fotones en imágenes, las vibraciones, en sonido y las reacciones químicas en olores y sabores. Tampoco las percepciones que recrea el cerebro a partir de esos estímulos identifican el mundo exterior tal y como es. De hecho, aquello que nos rodea y la imagen mental que tenemos no tienen mucho que ver.

“¿Y qué nos importa si la realidad difiere de lo que construimos mentalmente?”, pregunta desafiante el psicobiólogo Ignacio Morgado, quien acaba de publicar Cómo percibimos el mundo (Ariel). “Para cada uno de nosotros, lo más importante es lo que percibe nuestro cerebro, lo que sentimos, lo que captamos de eso que llamamos realidad, que no es otra cosa que un concepto filosófico; el medio en que vivimos es pura materia y energía.”

Cómo percibimos Mientras usted lee este artículo, todo su organismo está atento a los diferentes estímulos que hay en el ambiente. Para empezar, sus ojos están recogiendo la información visual y enviándola al cerebro; sus manos están sosteniendo el suplemento, sienten el tacto del papel en las yemas de los dedos; sus oídos están rastreando, quizás de forma inconsciente, el entorno en busca de variaciones, oyen a los niños en la habitación contigua, quizás el silbido de la cafetera alertando de que ya está el café; de la misma forma que su nariz también está atenta a cualquier cambio. Todos sus sentidos envían información al cerebro continuamente y con ella, éste se hace un mapa de la situación.

Para poder sobrevivir en el entorno en que viven, todos los organismos necesitan poder reconocer las características de ese entorno; percibir el mundo que los rodea a través de los sistemas sensoriales y crearse una representación del mismo que les permita hacer valoraciones rápidas, detectar posibles depredadores, peligros, si éste o aquel alimento es dañino, etcétera.
El sistema perceptivo del ser humano es, seguramente, el más complejo en su conjunto de todos los animales. Y es el salvavidas que nos ha permitido llegar hasta aquí. Quizás, si no hubiéramos sido capaces de detectar sabores amargos, nos hubiéramos extinguido hace miles de año al ingerir frutas o plantas venenosas. Y de descifrar la información que envían los sensores se encarga la mente. No registra todo lo que hay fuera de nosotros, sino que selecciona aquello que considera importante para la supervivencia y la reproducción. A todo lo demás le hace mucho menos caso. Y con la información que recoge teje una representación del mundo.

Cuando una de las células sensibles o receptores sensoriales que recubren nuestro cuerpo detecta un estímulo en el ambiente, lo capta y para poder enviarlo al cerebro, lo traduce en una señal eléctrica. Una vez llega allí esa información, el cerebro se encarga de organizarla, interpretarla y darle significado mediante un proceso denominado percepción.

Y eso lo hace por fases. En primer lugar, las señales que envían los receptores llegan a una primera área de procesamiento, donde se extraen las primeras características básicas de la información, como si se tratara de un primer procesado de los datos. Luego pasa al tálamo, donde se compara la nueva información con la antigua almacenada para poder interpretarla. Y desde allí, se redirige a distintas áreas sensoriales en el córtex cerebral, donde se acaba de determinar el significado y la importancia del nuevo estímulo, mediante un proceso de identificación. Y así se genera la percepción.

Por ejemplo, ante una taza de café recién hecho, antes de que demos el primer sorbo, las moléculas volátiles olorosas se cuelan en la nariz, llegan hasta la pituitaria, recubierta de una especie de alfombra de células receptoras que fijan esas moléculas y envían señales eléctricas al cerebro con la información. Primero llegan al bulbo olfativo, que percibe el olor aunque no lo identifica; luego pasan por el sistema límbico, donde se desencadenan las emociones. Y, por último, arriban al córtex cerebral y al hipotálamo, donde se comparan con la información que el cerebro guarda en la memoria para poder identificar aquello que olemos. Si se trata de algo nuevo, el cerebro lo registra y clasifica de manera que si nos volvemos a topar con ese efluvio, seamos capaces de reconocerlo. Y si es conocido, el cerebro lo asociará a un alimento: ¡café!

“El conocimiento que tenemos del mundo depende del cerebro, que filtra la información que recibe, la procesa y la hace consciente, a su modo”, explica Morgado. Experimentamos ondas electromagnéticas pero no como tales, sino como imágenes y colores. Experimentamos compuestos químicos disueltos en agua o en el aire, pero como gustos y olores. Y todo eso, los colores, los sabores, los olores, con productos de nuestra mente construidos a partir de experiencias sensoriales. “Si un árbol se derrumbara en medio del bosque, no existiría un sonido. La caída del árbol crearía vibraciones. Sólo si esas vibraciones son percibidas por un ser humano ocurriría el sonido –apunta este psicobiólogo–. La mente humana tiene mucho de virtual por el modo en que transforma la realidad. La complejidad o la belleza que apreciamos en las cosas tienen que ver con la mente misma y sus posibilidades, y también con sus limitaciones”. Es la manera como el cerebro hace que percibamos las diferentes formas de energía que circundan nuestro entorno. Fuera de nosotros, no hay luz, sólo energía electromagnética; ni tampoco olores, sólo partículas volátiles.

Cada sensor de nuestro cuerpo está especializado en detectar un tipo de estímulo; las células receptoras de los ojos se concentran en captar la luz pero no procesan información auditiva. Y lo fascinante es que podemos captar numerosos estímulos a la vez. En una fiesta, pongamos por caso, estamos saboreando un cóctel, a la vez que hablamos con alguien y bailamos al ritmo de la música que suena.Además, los receptores, tal como señala Jorge Matins de Oliveira, neurocientífico coordinador del Departamento de neurociencias del Instituto del ser humano en Río de Janeiro, registran la cualidad de cada señal; es así como podemos detectar la luz en términos de brillo y color; o un sonido, con su tono y su timbre; y los receptores espaciales pueden informarnos de la intensidad de cada estímulo, su origen, cuándo empezaron, cuándo acabarán.
Cruzando sentidos Hasta hace poco, se solía pensar que los sentidos actuaban de forma individual y que el cerebro los procesaba por separado. Cada uno se encargaba de un tipo de percepción. Los ojos veían, la boca degustaba, las manos tocaban. Y así. No obstante, descubrimientos realizados en la última década parecen contradecir esa idea. En el año 2000, neurocientíficos de la Universidad de California llevaron a cabo un experimento en el que mostraban a una serie de individuos un flash de luz, al que acompañaban de dos breves tonos sonoros. Curiosamente, la mayoría de los participantes afirmaban ver dos flashes de luz en lugar de uno.

Los mismo sucedía cuando los investigadores, en vez de usar un estímulo sonoro, daban dos suaves toquecitos en el brazo de los participantes mientras se disparaba el haz de luz. ¡Era fascinante! La vista, que es quizás el sentido en el que más confiamos y el que domina sobre el resto, se podía alterar y confundir a través del oído y del tacto. Eso no es todo.
Existen más estudios que demuestran cómo unos sentidos influyen sobre los otros. ¿Sabían que, por lo general, tienden a encontrar más sabrosos aquellos alimentos que al comerlos generan un ruido agudo y crujiente, como la zanahoria o los cereales? ¿O que pensarán que una lasaña es más o menos deliciosa en función de la música o del ruido en el ambiente? Incluso su opinión sobre la textura de un plato se puede ver modificada por un… ¡olor!

Aún hay más. Se han realizado experimentos con niños de cinco años. Estos empeoraban su habilidad para realizar un puzzle cuando, de manera subliminal, se esparcía por la habitación en que estaban un olor desagradable. En cambio, en las salas de espera de dentistas, se ha visto que la ansiedad disminuye notablemente –sobre todo en las mujeres, más sensibles a los olores– usando un simple ambientador de naranja. Nuestros sentidosinteractúan entre ellos. Desde que comienza una percepción, se encargan de aumentar, potenciar a otros sentidos, de competir incluso entre ellos, y de alterarse unos a otros de formas asombrosas, como acabamos de ver. Esa mezcla de información sensorial es esencial para que el cerebro componga una imagen del mundo exterior.

El neurocientífico Charles Spence, al frente del laboratorio de investigaciones crosmodales de la Universidad de Oxford lleva años estudiando cómo los estímulos pueden afectar no sólo a la percepción sino también al comportamiento. A través de numerosos estudios, ha demostrado cómo, por ejemplo, el tacto, la visión e incluso el sonido influencian el sabor de la comida. En un experimento halló que los participantes opinaban que una mousse de fresa era mucho más dulce cuando la comían en un plato blanco que cuando lo hacían en uno negro.

Los restaurantes y algunas marcas alimenticias, lo saben. Y lo utilizan, claro. Numerosas empresas invierten muchos recursos en el empaquetado de sus productos, en que tengan buena pinta, en que huelan bien, puesto que eso puede mejorar nuestra percepción acerca del sabor. Se ha demostrado que añadir colorante rojo a una bebida hace que nos parezca más dulce, por lo que algunas compañías reducen la cantidad de azúcar que incorporan a sus productos y optan por usar un colorante.

Esta influencia entre sentidos también puede tener aplicaciones en el ámbito escolar, o en las empresas. Se puede ayudar a mejorar el rendimiento gracias a determinados olores, por ejemplo. Y en el campo de la medicina, la plasticidad del cerebro, la capacidad innata que tiene para cambiar y adaptarse a las nuevas circunstancias, abre nuevas puertas para tratar a personas que padecen lesiones cerebrales.

Esta habilidad de nuestro cerebro para mezclar las informaciones procedente de diversos sentidos no es innata, sino que la aprende tras nacer. Y que sea capaz de integrar de forma rápida los sentidos nos capacita para hacer juicios al instante. La importancia de sentir y de percibir tiene, desde un punto de vista evolutivo, mucho sentido puesto que nos preparan para enfrentarnos al entorno. No sólo nos permite saber qué comer, de qué defendernos, si algo es o no peligroso, también hace que podamos entender el mundo en que vivimos.

Y curiosamente, aunque es el cerebro el artífice de todas las percepciones, sentimos en el cuerpo, en la parte que haya sido estimulada. Si nos dan un golpe en una pierna, a pesar de que la percepción de dolor se genera en el cerebro, el dolor lo sentimos en la extremidad. Es curioso porque en personas que, por ejemplo, pierden una pierna o un brazo, durante tiempo siguen teniendo la sensación de tacto o de dolor en el miembro fantasma, que ya no tienen, lo que demuestra, señala Morgado, que las percepciones son puramente cerebrales.

¿Las mismas percepciones? Los humanos compartimos la mayoría de percepciones, porque muchas de ellas son innatas. Es más, tenemos el mismo sistema fisiológico, que nos permite captar estímulos del ambiente y procesarlos. Si olemos a quemado, seguramente nos pondremos en alerta; igual que si a media noche nos despertamos por el ruido de cristales rotos, nos sobresaltaremos. Pero que percibamos las mismas sensaciones, no quiere decir que lo hagamos del mismo modo. Excepto las personas con algún problema visual, todos coincidimos en que los plátanos o los limones son de color amarillo; ahora bien, si todos vemos el mismo amarillo es imposible de saber, porque para comprobarlo deberíamos meternos en la piel y en la mente de los otros. Y eso es imposible.


Pero bueno, que diferentes personas tengan diferentes cualidades perceptivas ante los mismos estímulos, tanto dan. Lo importante es que coincidamos y podamos comunicarnos. De alguna manera, todos vivimos en un mundo imaginario, que creamos cada día, y los realmente asombroso y fascinante es que podamos compartirlo con otros.



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