Muy interesante, no os lo perdáis. Viñeta de El Roto
El País.
22/12/2013
Puede que
alguien que no haya dedicado mucho tiempo a pensar sobre estas cosas crea que
la Historia es un saber más o menos científico u objetivo sobre el pasado, algo
así como la Medicina lo es sobre las enfermedades o la Química sobre las
propiedades y combinaciones de los elementos naturales. A poco que haya
reparado en la diversidad de opiniones entre los historiadores, sabrá sin
embargo que hay diferentes versiones y supondrá que existen, en algunos casos,
manipulaciones intencionadas.
Existe, por
supuesto, la historia, con minúscula, entendiendo por este término la sucesión
de acontecimientos humanos ocurridos en el pasado. Pero esa misma palabra con
la que designamos a los hechos pretéritos se usa también —normalmente con
mayúscula— para referirse a la construcción intelectual escrita sobre esos
hechos. Es la Historia académica, una actividad que algunos de sus practicantes
defienden como científica. No lo es, desde luego, en el mismo sentido en que puedan
serlo las ciencias duras, en primer lugar porque el número de variables que
entran en cada fenómeno es poco menos que infinito; es decir, que las “causas”
de los hechos históricos no son únicas, ni en general claras. A estos asuntos
se les puede aplicar aquello que dijo Oscar Wilde sobre la verdad: que raras
veces es simple y nunca es pura.
Tampoco es
la Historia un conocimiento aséptico u objetivo porque los datos que nos llegan
sobre el pasado (documentos, ante todo) son parciales, muchas veces escasos y,
sobre todo, subjetivos, emitidos por alguien que estaba implicado en la
situación que describía. Una distorsión a la que se añade la que introducimos
nosotros mismos, quienes recogemos e interpretamos esos datos, que también
somos parciales y subjetivos, ya que anotamos unos hechos y descartamos otros
según que nuestra visión del mundo los considere o no significativos. Dentro de
estas limitaciones, sin embargo, la Historia aspira a un status de
ciencia social, un tipo de conocimiento que no admite la arbitrariedad, el
ocultamiento o el falseamiento de fuentes. Y esto es lo malo: que muy buena
parte de la Historia que se escribe cae en este tipo de deformación porque
tiene una finalidad política: es decir, que se usa como argumento al servicio
de una causa; normalmente, a justificar la existencia de la organización
política en la que habitamos (o la de otra organización alternativa que
pretendemos crear).
La Historia
justifica realidades actuales porque el mero hecho de que hayan existido desde
hace mucho tiempo induce a suponer su carácter “natural”. De ahí que siempre
haya habido cronistas e historiadores pagados por los poderes públicos para
narrar los orígenes de esos mismos poderes, lo que les llevaba a inventarse
antecedentes e incluso a falsificar documentos para avalar la autenticidad de
sus tesis. Hubo momentos, sobre todo en la Edad Media y durante el barroco, en
que este tipo de invenciones fueron una práctica habitual. Emperadores, papas,
reyes, nobles, órdenes religiosas, obispados, universidades o Ayuntamientos,
cada cual tenía a su historiador a sueldo. A veces tipos muy cultos, grandes
eruditos y lingüistas, capaces de fabricar textos muy sofisticados en las más
diversas lenguas muertas.
Con las revoluciones liberales, a los grandes
guerreros y las dinastías sucedió un nuevo sujeto político, el conjunto de los
ciudadanos, un colectivo que reclamaba la soberanía frente al monarca absoluto.
En la revolución inglesa del XVII fue llamadothe Country, the People,
the Commonwealth. En la francesa del XVIII pasó a llamarse la nation. Como
nueva portadora de la soberanía, la nación adquiriría una enorme fuerza. Y la
Historia fue reformulada para hacer de ella su protagonista. La nación resultó
ser, además, un versátil instrumento político, capaz de legitimar autocracias o
de propugnar la democratización del poder, de defender procesos de modernización
o el más cerrado tradicionalismo, de unir grandes espacios políticos o exigir
la fragmentación del territorio en unidades menores. Tanta era su fuerza que
compitió con religiones o clases sociales, las otras dos grandes fuentes de la
legitimidad política, y ganó la batalla.
A lo largo
de los siglos XIX y XX, en definitiva, la nación ha sido la gran protagonista
de la Historia, al servicio de la forma política dominante, el Estado-nación.
Frente a esos Estados-nación se han alzado en algunos países élites de minorías
culturales que se consideran nación y reclaman su propio Estado. Y de ahí la
pugna por el control de la Historia / relato, en especial en el sistema
educativo; porque según formemos la mente de los niños, así serán sus
exigencias futuras como ciudadanos.
Lo cierto,
sin embargo, es que en el siglo XXI la nación no solo no refleja ya de
manera adecuada la complejidad de las sociedades en las que vivimos, sino que
es, además, un factor distorsionador a la hora de explicar las situaciones del
pasado en las que ella no era la identidad colectiva dominante. Además de
presentarse como existente desde hace siglos o milenios, la nación se presenta
como dotada de “alma”, de voluntad unánime, y poseedora de rasgos culturales
homogéneos y estables. Nada más falso. Nuestros antepasados se movilizaron como
cristianos o musulmanes, como nobles o villanos, como pertenecientes a tal o
cual gremio o ciudad, mucho más que como “españoles” o “catalanes”.
Todo esto
tiene, sí, relación con el simposio España contra Cataluña que se
acaba de celebrar en Barcelona. En él se ha aprovechado el tercer centenario de
una guerra que fue dinástica, típica del Antiguo Régimen, con aspectos de
guerra civil interna y otros de contienda internacional, para presentarlo como
un conflicto nacional, moderno, entre dos mónadas intemporales, llamadas
“España” y “Cataluña”; y en el que, desde luego, a la primera le toca siempre
el papel represor y a la segunda el de víctima inocente.
Supongo que es imposible soñar con una situación en la
que la Historia no sea manipulada, en la que se deje de pedirnos a los
historiadores que avalemos con nuestro relato las propuestas de algún grupo de
poder. Pero no deberíamos prestarnos. Las propuestas políticas, por radicales
que sean, son legítimas, siempre que no se basen en la coerción sobre los
demás. Pero no lo es la deformación del pasado. Si la nación fuera un ser vivo
e individual —que no lo es—, podríamos parodiar la situación diciendo que si un
día alguien quiere separarse de su pareja, porque ha dejado de quererla o se ha
enamorado de otra persona, tiene derecho a ello. Pero que no es necesario —ni
legítimo— que añada que a lo largo de todos estos años nunca la quiso y que
solo se unió a ella porque le pusieron una pistola en la espalda. Si lo que se
quiere es plantear una demanda política, hágase. Pero no nos obliguen a
reformular la narración histórica para adecuarla a esa demanda.
Ahora parece
que el PP catalán pretende organizar un simposio alternativo, en el que se
defienda el amor de España por Cataluña, bajo el paraguas de la RAH. Detrás de
él latirá la creencia, rotundamente expresada por Rajoy, de que España es “la
nación más vieja de Europa”. Si se refiere a la unión de reinos bajo los Reyes
Católicos (aunque quizás pensaba en Viriato o don Pelayo), es un excelente
ejemplo de utilización política de la Historia, pues presenta como el
nacimiento de una nación moderna lo que no fue sino una unión dinástica y
acumulación territorial típica del siglo XV.
Si queremos
hacer de la Historia algo que se parezca a una ciencia, no pongamos nuestro
trabajo al servicio de un proyecto político. No simplifiquemos el pasado, no lo
deformemos, sobre todo, embutiéndolo en los rígidos corsés nacionales, porque
el mundo ha estado hasta hace poco entrecruzado por unas redes de lealtades e
identidades colectivas que nada tenían que ver con las naciones modernas. No
existe hoy un prisma distorsionador que dificulte tanto la comprensión adecuada
del pasado como su interpretación en términos nacionales.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en
la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias
de España (Pons/Crítica).
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