Hoy os
recomiendo un artículo del pensador y profesor de economía Félix Ovejero sobre
el papel que juegan las emociones en la legitimación de los derechos. Como ya sabéis últimamente
el debate político en nuestro país está en gran parte monopolizado por argumentaciones
falaces de superación de la crisis, como la deriva nacionalista y el pretendido
derecho a decidir, que encuentra su justificación en el principio último del
deseo (“es que lo quiero”)
Veamos el comienzo:
La apelación nacionalista a los
sentimientos es constitutiva. Sucede con ideas fundamentales, como identidad
(“yo me siento más catalán que español”), y también con otras más
circunstanciales, como desafección (“no nos sentimos queridos”). Un uso
peculiar del lenguaje. Querer a pueblos enteros me parece una desmesura para la
que me reconozco incapaz. Tampoco lo demando. Resignadamente, sólo aspiro a que
me quieran mi pareja y algún amigo. De mis conciudadanos espero que defiendan
mis derechos y consideren mis opiniones. Por otra parte, para lo que importa,
yo soy catalán, español, europeo y, puestos a precisar, terrícola. No estoy
orgulloso de tales títulos que no he hecho nada para merecer. Por lo mismo, no
le doy mayores vueltas a la idea de sentirme catalán, español, europeo o
terrícola. Si mi vecino me dice que se siente americano o marciano, me parece
raro, pero no le concedo a su sentimiento relevancia política, por más que no
deje de preguntarme qué sentirá exactamente. Me empiezo a preocupar cuando
quiere levantar fronteras a partir de tales extravagancias. No me gusta que los
sentimientos de algunos decidan la ciudadanía de otros. Por ejemplo, no
contemplo que los españoles, sintiéndonos explotados por —y distintos de— los
gallegos, pudiéramos votar su expulsión.
Así critica que el sentimiento actúe como principio último de práctica
política, cuestionando el hecho de que se le atribuya calidad a la emoción:
Resulta valiosa por sí misma y no necesita
justificación ulterior. La argumentación se apuntala en tres premisas: la
primera sirve para liberarse de responsabilidad (“yo lo siento así”, “son mis
sentimientos”); la segunda, para evitar la discusión (“son emociones, no
razones”); la tercera, para imponer silencio sobre las emociones (“se han de
respetar mis sentimientos”). De ahí, con cierta naturalidad, concluye: “No cabe
pedirme explicaciones de aquello que rige mi conducta”. En esas condiciones, a
los demás no nos queda otra que entender, comprender y, de facto, someternos a las
emociones.
Argumentar de este modo no satisface las exigencias de racionalidad pues
precisa una base empírica que proporcione realismo a dicho afecto, al tiempo
que debemos estar en condiciones de valorar su contenido, pues no todas las
emociones merecen ser respetadas. Reconocer que las emociones son ciertas no
quiere decir que sean indiscutibles. Ese es nuestro reto y nuestra obligación.
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