lunes, 16 de marzo de 2015

Sobre identidades colectivas


Espulgando la prensa este fin de semana, me he encontrado con algunos textos interesantes para dar que pensar en nuestro tema sobre lo que significa “conocer”. Aquí os dejo un ejemplo sobre el área de Historia a la que he añadido algunas jugosas cuestiones de conocimiento para vuestro entrenamiento como epistemólogos.

¿Sobre quién debe escribir la historia, sobre individuos reales o sobre entidades abstractas?
¿Qué papel juegan dichas entidades en la interpretación de los acontecimientos del pasado y nuestra comprensión del presente?
¿Se puede usar la historia como propaganda? Si es así, ¿cómo?

En el nombre de... del historiador José Álvarez Junco.

Clases, naciones, civilizaciones, dioses, pueblan nuestro discurso diario como si fueran reales y tangibles, como si fueran árboles, animales o edificios. Y son meras convenciones, necesarias para la vida social y nuestra comprensión del mundo, pero inaprehensibles como actores en el escenario humano.
“En el nombre de Dios todopoderoso”, comienzan su sermón los ulemas o los obispos. “En representación del proletariado”, dicen —o decían— hablar los partidos comunistas. “Lo que Cataluña pide es”, oímos a cualquier nacionalista; a lo que su contrincante, con no menor desenvoltura, le opone: “España no puede consentir…”. Otros se arrogan la representación de “la gente” o “el pueblo”. Y hay quien propone una “alianza de civilizaciones” y se abraza un dirigente exótico convencido de ser una civilización; a lo que un politólogo conservador opone su pesimista diagnóstico de una “guerra de civilizaciones”, sin explicar cómo dan órdenes y movilizan ejércitos… Cualquiera que oiga una de estas, aparentemente ingenuas, expresiones, debería alarmarse, pulsar de inmediato el botón de las alarmas.
Porque no estamos ya en el mundo mental de los autos sacramentales, unos dramas alegóricos en los que aparecían personajes que encarnaban ideas, como la Fe, el Pecado, la Primavera, el Apetito, la Sabiduría, la Caridad o el Error, y que exponían con nitidez las ventajas o inconvenientes de esas abstracciones. Era una manera sencilla de explicar a una sociedad poco letrada las complejidades teológicas de una religión común a todos. Pero hoy, después de lo que hemos sufrido con guerras religiosas e ideológicas, ¿podemos consentir que alguien hable en nombre de Dios, el proletariado, el islam, Cataluña, España o “la gente”? ¿Quiénes son, dónde están, estos entes? ¿Quién puede presumir de haberlos conocido en persona, de haberse tomado una copa o dado de bofetadas con ellos?
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No quiero entrar aquí en un debate filosófico sobre lo que es una abstracción y sus diferencias con esencias, tipos ideales o universales. Me refiero a una cierta clase de abstracciones: a las identidades colectivas, esos conjuntos sociales a los que los individuos nos adscribimos y que nos etiquetan, diferencian, comparan y discriminan, sea positiva o negativamente. Estos entes pueblan nuestro discurso cotidiano, creemos en ellos, cohesionan nuestra sociedad y nos movilizan contra los que consideramos “nuestros” enemigos. Pero, estrictamente hablando, ni protagonizan la acción política ni explican la causalidad histórica. Esto lo hacen organizaciones o grupos concretos que, eso sí, dicen actuar en nombre de una colectividad o de un programa o mensaje moral.
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Para explicar el pasado o el presente, lo mínimo que debemos exigir a un historiador o un científico social es que su análisis parta de sujetos concretos, inequívocos, de los que pueda documentar reuniones, decisiones y actuaciones. Es decir, que no atribuya la autoría de los hechos a la burguesía o al proletariado, a España o a Cataluña, al islam o al cristianismo, a la gente o la casta, sino al partido o sindicato A o B, al círculo nacionalista X o Z, a la iglesia tal o cual, a esta o aquella corporación financiera, al grupo revolucionario Mano Negra o a la oficina contraterrorista MI5.
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Este no es un llamamiento en favor de un empirismo ingenuo. No estoy diciendo que el análisis político o el relato histórico deban limitarse a registrar datos y hechos. Los datos no bastan para explicar nuestro entorno ni nuestro pasado. Necesitan ser interpretados, para lo que nuestra mente recurre a esquemas mentales, a conceptos abstractos. Pero estos son solo instrumentos analíticos, no realidades. En cuanto a los sujetos colectivos o los conjuntos normativos que pueblan nuestro discurso —clases, naciones, doctrinas, mitos, promesas redentoras—, tienen realidad, en la medida en que creemos en ellos y actuamos movidos por ellos; pero tampoco son los autores o los protagonistas de los acontecimientos. Nuestro análisis, o nuestra explicación del mundo, debe partir siempre de datos verificables: el individuo X se reunió con Y el día tal en el sitio A o B y le hizo esta o aquella propuesta. Que lo hiciera diciendo actuar en nombre de una idea es lo de menos, aunque tampoco debamos despreciarlo, porque quizás ayude a entender por qué fue aceptado o rechazado.

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