Nuestra experiencia directa del mundo tiene su esencia en las emociones, nos acompañan a través de la vida de un modo tan profundo que resulta difícil analizar la percepción sensible, nuestras creencias, las ideas, nuestros recuerdos y el uso que hacemos del lenguaje sin referirnos a ellas.
En una sociedad abierta y moderna en la que la racionalidad es la medida que da coherencia a nuestras actuaciones, olvidamos que la mayor parte de las cosas que experimentamos lo hacemos de un modo emocional, y solo después intentamos comprender.
Las creencias acerca de nuestra identidad y las características que compartimos con otros, pocas veces son examinadas a la luz de la razón. La búsqueda de seguridad, de certezas en una sociedad tecnológicamente desarrollada pero cada vez más desencantada, hace que fácilmente adquiramos una imagen distorsionada del mundo, reduciendo nuestra identidad a la pertenencia a una sola cosa, generando en nosotros una actitud parcial, sectaria e intolerante y a veces, como dice el Amin Maalouf, en su magnífico ensayo: Identidades asesinas (1999), criminal.
Leed el interesante artículo del escritor Antonio Muñoz Molina, aparecido este sábado en el País, y lo discutimos en clase.
María Ángeles, onubense de 22 años, fue detenida cuando intentaba viajar a Turquía tras abrazar el yihadismo. |
Nada como la persistencia del oscurantismo para
mantener despierto y alerta el espíritu ilustrado. El mejor antídoto contra la
frivolidad posmoderna es el acoso continuo que sufren los mejores logros de la
modernidad. Dicen que cuando le preguntaron a Gandhi qué opinaba de la
civilización occidental se quedó pensando y contestó: “Que sería una gran
idea”. Lo que creíamos superado o
resuelto está o pendiente de un hilo o todavía por hacer. Un amigo al que
sus viajes profesionales por el mundo le han dejado un archivo de toda clase de
historias me contó que hace unos años, en Arabia Saudí, asistió con horror a la lapidación de una mujer acusada de
adulterio. La habían enterrado hasta la cintura, tapándole también
las manos para que no pudiera cubrirse la cara. El organismo oficial
correspondiente había suministrado la cantidad de piedras necesaria para la
ejecución. El derecho a lapidar a una mujer lo reserva la ley islámica
exclusivamente a las casadas. Los pensadores más sofisticados certificaban con
desdén el anacronismo de las antiguas causas progresistas —los derechos
civiles, la igualdad de las personas— en nombre de las identidades colectivas,
y desmentían con los dogmas del relativismo cultural la universalidad de los
valores ilustrados. Más sagrada que la soberanía personal sería la pertenencia
a una cultura originaria, aun en el caso en que ésta incluyera el sometimiento
y hasta la mutilación. En un acceso de fervor multicultural, el arzobispo de
Canterbury sugirió hace no muchos años la conveniencia de que a los
musulmanes británicos se les permitiera regirse por la sharía. Lapidar a una mujer adúltera, cortarle
una mano a un ladrón, al fin y al cabo, son costumbres muy arraigadas, dotadas
de ese prestigio de lo autóctono y lo milenario que tanto seduce a personas
criadas y educadas con todas las comodidades de la vida moderna, con todas las
ventajas de la sociedad abierta y de la tecnología.
En la vida
moderna el prestigio de lo arcaico se mantiene más firme que nunca. La sociedad
abierta parece desatar en muchas personas una nostalgia virulenta por las
seguridades del dogma religioso y las jerarquías inflexibles. Del ejercicio de
la racionalidad proceden los hallazgos científicos y los avances de la
tecnología, pero la racionalidad es más vulnerable de lo que parece a las
tentaciones del fanatismo y la sinrazón, y el conocimiento científico se
contamina con frecuencia de prejuicios ideológicos; en cuanto a la tecnología última, que tantos arrebatos
sospechosamente religiosos despierta en personas propensas al papanatismo de lo
nuevo, lo mismo sirve para provocar
desastres que para remediarlos, para difundir el saber que la ignorancia, para
alimentar el pluralismo que el integrismo. De las mismas imprentas que multiplicaban los libros de
Erasmo y Montaigne en
el siglo XVI salían los manuales para cazar brujas y exorcizar demonios. Cuando
Fritz Haber inventó a principios del siglo XX la posibilidad de sintetizar el
amoniaco a partir del nitrógeno del aire, se desataron dos cadenas de
consecuencias simultáneas: una de ellas, el aumento de la productividad de la
agricultura gracias a los fertilizantes artificiales; otra, la fabricación de
explosivos mucho más poderosos que todos los que habían existido hasta
entonces.
El mismo descubrimiento favorece que haya mucha más gente en
el mundo y que viva mejor, y también que sea mucho más fácil masacrarla. En los años veinte la
radio, el cine, la fotografía, las nuevas técnicas de impresión abrieron
posibilidades creativas inusitadas, y las pusieron al alcance de más gente que
nunca: también sirvieron para que la propaganda de los regímenes totalitarios
alcanzara toda su potencia abrumadora, su capacidad de colonizar las mentes y
domar las voluntades, de cometer los crímenes y de ocultarlos, de construir
infiernos y presentarlos como paraísos.
Como la
pobreza y la ignorancia nos parecían un caldo de cultivo para las
supersticiones religiosas, imaginábamos que el bienestar y el acceso al
conocimiento las disiparían sin drama, igual que la buena alimentación y la higiene
bastan para eliminar enfermedades endémicas.
Pero el impulso integrista, religioso o no, está mucho
más enraizado en el cerebro humano de lo que habíamos supuesto, y la
tecnología, en vez de un antídoto, puede ser un acicate, y una herramienta
de una eficacia mucho más persuasiva que las antiguas amenazas de las hogueras
o las curaciones milagrosas de los santos.
Los utopistas del siglo
XIX creían que el telégrafo, la navegación a vapor, el ferrocarril, el
esperanto iban a favorecer el advenimiento de la fraternidad universal. Los
anuncios de automóviles todavía repiten la leyenda de que el coche privado hace
posible la libertad individual. Promesas no muy distintas nos siguen haciendo
cada día los apóstoles de la nueva era de Internet y las comunicaciones
instantáneas, el paraíso incondicional de las amistades de Facebook, las
risueñas vidas inventadas y compartidas en la distancia. También eso forma
parte de la pulsión religiosa, igual, por cierto, que la adoración por Steve
Jobs, el luto que se difundió tras su muerte, las noches en vela de los fieles
ante las tiendas de Apple.
Un portátil con una
conexión wifi me permite escribir esta crónica y averiguar o comprobar los
datos que me hacen falta sin moverme de mi cuarto, y me permitirá mandarla al
periódico en unos segundos. Exactamente
la misma tecnología le sirvió a esa chica de Almonte, María Ángeles, para
convertirse al islam sin
salir de su habitación y para entrar en contacto con el Estado Islámico, buscar
una ruta de huida hacia Siria, comprar billetes, hallar direcciones y teléfonos
de cómplices futuros.
Montaigne y Cervantes
intuyeron que el gran don de la abundancia de los libros que había traído la
imprenta llevaba aparejado el peligro de un ensimismamiento excesivo en las
palabras escritas, que cobraban, por el solo hecho de estar impresas, la
sugestión inapelable de la verdad. Encerrada en una habitación, hipnotizada por
una pantalla, seducida por presencias y voces que le parecían más prometedoras
porque carecían de cualquier relación con lo mediocre y lo fatigoso de la vida
real, María Ángeles, con apenas 22 años, sin que nadie a su
alrededor llegara a advertirlo, se convirtió en Maryam Al-Andalusiya.
No le costó ningún esfuerzo encontrar las escrituras de su nueva fe. No tuvo
que salir de su casa para asistir a reuniones secretas. Una mujer joven,
educada en una sociedad laica, acostumbrada desde niña al trato igualitario
entre las mujeres y los hombres, disfrutando desde los 18 años de plena
soberanía civil, elige una forma extrema de ortodoxia religiosa que empieza por
negarle su albedrío como mujer y la convierte en cómplice segura de
derramamientos de sangre, en concubina de verdugos, en motivo de dolor
irreparable y vergüenza para su familia.
A la mente
humana le cuesta menos rendirse al fanatismo que habituarse al ejercicio siempre
difícil y muchas veces inseguro y angustiado de la racionalidad. El fanatismo ofrece un
catálogo de certeza y el abrigo de la comunidad de los fieles, la divisoria
clara que los separa de los impíos. La voz del predicador iluminado suena en un
desierto, o a través de una emisora de radio, o en una página web. El
instrumento sería lo de menos, si la tecnología no multiplicara
exponencialmente la capacidad de destrucción. El espíritu ilustrado es más
imprescindible que nunca.
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