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Epicuro (341- 270 a.C) |
También puedes seguir el siguiente documental del escritor suizo Alain de Botton, que muestra cómo
las ideas alrededor de la felicidad humana de Epicuro, siguen teniendo gran
interés en nuestras vidas y en la sociedad actual a pesar de haber sido
pensadas hace más de 2300 años.
Epicuro a Meneceo, salud.
“Que nadie, por joven, tarde en filosofar, ni, por viejo, de
filosofar se canse. Pues para nadie es demasiado pronto ni demasiado tarde en
lo que atañe a la salud del alma. El que dice que aún no ha llegado la hora de
filosofar o que ya pasó es semejante al que dice que la hora de la felicidad no
viene o que ya no está presente. De modo que han de filosofar tanto el joven
como el viejo; uno, para que, envejeciendo, se rejuvenezca en bienes por la
gratitud de los acontecidos, el otro, para que, joven, sea al mismo tiempo
anciano por la ausencia de temor ante lo venidero. Es preciso, pues, meditar en las cosas que producen la felicidad,
puesto que, presente ésta, lo tenemos todo, y, ausente, todo lo hacemos para
tenerla. (…)
[Sobre la muerte]
Acostúmbrate a
considerar que la muerte no es nada en relación a nosotros. Porque todo bien y todo mal está en la sensación y la muerte
es privación de sensación. De aquí se sigue que el recto conocimiento de que la
muerte no es nada en relación a nosotros hace gozosa la condición mortal de la
vida, no añadiéndole un tiempo ilimitado, sino apartándole el anhelo de
inmortalidad. Pues no hay nada temible en el vivir para aquel que ha
comprendido rectamente que no hay nada temible en el no vivir. Necio es,
entonces, el que dice temer la muerte, no porque sufrirá cuando esté presente,
sino porque sufre de que tenga que venir. Pues aquello cuya presencia no nos
atribula, al esperarlo nos hace sufrir en vano.
Así, el más terrorífico de los males, la muerte, no es nada en
relación a nosotros, porque, cuando nosotros somos, la muerte no está presente,
y cuando la muerte está presente, nosotros no somos más. Ella no está, pues, en
relación ni con los vivos ni con los muertos, porque para unos no es, y los
otros ya no son. Pero el vulgo unas veces huye de la muerte como el mayor de
los males, otras la prefiere como el término de los males del vivir. El sabio,
en cambio, no teme el no vivir: pues ni le pesa el vivir ni estima que sea
algún mal el no vivir. Y así como no elige en absoluto el alimento más
abundante, sino el más agradable, así también no es el tiempo más largo, sino
el más placentero el que disfruta. El que recomienda al joven vivir bien, y al
viejo bien morir, es necio, no sólo por lo agradable de la vida, sino también
porque es el mismo el cuidado de vivir bien y de morir bien. Pero mucho peor es
el que dice que “bueno es no haber nacido, o, habiendo nacido, franquear cuanto
antes las puertas del Hades”. Pues si está convencido de lo que dice, ¿cómo es
que no abandona la vida? Porque eso está a su disposición, si es que lo ha
querido firmemente; pero si bromea, es frívolo en cosas que no lo admiten. Ha
de recordarse que el futuro ni es completamente nuestro ni completamente no
nuestro, a fin de que no lo esperemos con total certeza como si tuviera que
ser, ni desesperemos de él como si no tuviera que ser en absoluto.
[Sobre el placer, el
dolor y sus límites]
Consideremos, además, que, de los deseos, unos son naturales, otros vanos, y de los naturales,
unos son necesarios, otros sólo naturales; de los necesarios, unos son
necesarios para la felicidad, otros para la ausencia de malestar del cuerpo,
otros para el vivir mismo. Pues una consideración no descaminada de éstos sabe
referir toda elección y rechazo a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad
del alma, puesto que esto es el fin de la vida buena. Y una vez ha surgido esto
en nosotros, se apacigua toda tempestad del alma, no teniendo el viviente que
ir más allá como hacia algo que le hace falta, ni buscar otra cosa con la cual
completar el bien del alma y del cuerpo. Porque nos es necesario el placer
cuando, por no estar presente, padecemos dolor; pero cuando no padecemos dolor,
no nos es preciso el placer.
Y por esto que decimos que el placer es principio y fin del buen vivir. Pues a éste lo hemos
reconocido como el bien primero y congénito, y desde él iniciamos toda elección
y rechazo, y en él rematamos al juzgar todo bien con arreglo a la afección como
criterio. Y como es el bien primero y connatural, por eso no elegimos todo
placer, sino que a veces omitimos muchos placeres, cuando de éstos se desprende
para nosotros una molestia mayor; y consideramos muchos dolores preferibles a
placeres, cuando se sigue para nosotros un placer mayor después de haber estado
sometidos largo tiempo a tales dolores. Todo placer, pues, por tener una
naturaleza apropiada a la nuestra, es un bien; aunque no todo placer ha de ser
elegido; así también todo dolor es un mal, pero no todo dolor ha de ser por
naturaleza evitado siempre. Debido a ello, es por el cálculo y la consideración
tanto de los provechos como de las desventajas que conviene juzgar todo esto.
Pues en algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal, y, a la
inversa, del mal como un bien.
Y estimamos la
autosuficiencia como un gran bien, no para que en todo momento nos sirvamos
de poco, sino para que, si no tenemos mucho, con poco nos sirvamos, enteramente
persuadidos de que gozan más dulcemente de la abundancia los que menos
requieren de ella, y que todo lo natural es fácil de lograr, pero que lo vano
es difícil de obtener. Los alimentos simples conllevan un placer igual al de un
régimen lujoso, una vez que se ha suprimido el dolor que provoca la carencia; y el pan y el agua proporcionan un placer
supremo cuando se los ingiere necesitándolos. Por lo tanto, el hábito de
regímenes simples y no lujosos es adecuado para satisfacer la salud, hace al
hombre diligente en las ocupaciones necesarias de la vida, nos pone en mejor
disposición cuando a intervalos accedemos a los alimentos lujosos y nos prepara
libres de temor ante la suerte.
Entonces, cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los disolutos ni a
los que residen en el goce regalado, como creen algunos que ignoran o no están
de acuerdo o que interpretan mal la doctrina, sino de no padecer dolor en el
cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni las bebidas ni los banquetes continuos,
ni el goce de muchachos y mujeres, ni de los pescados y todas las otras cosas
que trae una mesa suntuosa, engendran la vida grata, sino el sobrio razonamiento que
indaga las causas de toda elección y rechazo, y expulsa las opiniones por
las cuales se apodera de las almas la agitación más grande.
El principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia. Por eso, más preciada incluso que la
filosofía resulta ser la prudencia, de la cual nacen todas las demás virtudes,
pues ella nos enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir
juiciosa, honesta y justamente, ni vivir de manera juiciosa, honesta y justa
sin vivir placenteramente. En efecto, las virtudes son connaturales con el
vivir placentero y el vivir placentero es inseparable de ellas…”
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