Prisión de Guantánamo |
El pasado sábado, el escritor Antonio Múñoz
Molina presentaba, en las páginas del suplemento de cultura Babelia (El País),
el testimonio escrito desde su celda de aislamiento
de Mohamedou
Ould Slahi, Guantánamo Diary, se llama y acaba de ser publicado.
A diferencia del paraíso, el infierno en la tierra es
factible. Los seres humanos han creado con inventiva y eficacia un gran número
de ellos. A partir del 11 de septiembre de 2001, el Gobierno de Estados Unidos,
con el pleno apoyo del Congreso y de la inmensa mayoría de la población, fundó
y alentó infiernos secretos en algunos de los países más siniestros del mundo, aliados de su fantasmal War on
Terror, término que en sí mismo ya sugiere teología y apocalipsis más que
lucha policial efectiva contra organizaciones delictivas. Las trampas y los
circunloquios verbales son una parte necesaria de cualquier política
inconfesable. Había al parecer una guerra, pero los sospechosos de terrorismo
islámico no eran prisioneros de guerra, porque eso les habría otorgado ciertos
derechos, según las leyes internacionales: eran enemy combatants, lo
cual autorizaba a mantenerlos detenidos sin límite temporal ni garantías. Y como
eran combatientes enemigos, no prisioneros ni delincuentes —a un delincuente se
le juzga y se le condena, si es hallado culpable, en un proceso público—,
podían ser entregados a las policías secretas de países que por ser menos
civilizados practicaban sin reparo la tortura, en infiernos clandestinos
bautizados como black sites. En el lenguaje infame
de la época, la entrega de los prisioneros a esos países colaboradores se
llamaba extraordinary rendition, que suena más
aséptico, y lo que se les hacía no era en realidad torturarlos: tan solo se les
sometía a enhanced interrogation techniques,“técnicas
reforzadas de interrogatorio”, término que todavía suena mejor si, siguiendo la
propensión administrativa a las iniciales, se le llama “E. I. T.”.
De todos los infiernos, el más populoso es
el de la base de Guantánamo, en Cuba. Vislumbramos de lejos en los
noticiarios a los fantasmas o muertos en vida que lo habitan: los uniformes
naranja, las esposas, las celdas de aluminio y alambre espinoso.
Uno de ellos
tiene ahora una cara, y un nombre. Se llama Mohamedou Ould Slahi. En la foto
suya que distribuye la Cruz Roja es un africano delgado y sonriente. Pero no
sabemos cuánto tiempo ha pasado desde que se tomó esa foto, ni tampoco si la
sonrisa puede durar todavía en la cara de un hombre que fue detenido en el otoño
de 2001 y que lleva cinco años esperando que se cumpla la orden del juez federal americano que decretó en 2009
su libertad inmediata. Fue también un juez el que forzó a las
autoridades militares de Guantánamo, después de una batalla legal de seis años,
a permitir que se pudiera sacar de la prisión el testimonio escrito en el
verano de 2005 por Ould Slahi en su celda de aislamiento. El libro,
, salió hace unas semanas y es
una narración arrebatadora y un escándalo, a pesar de que casi la mitad de sus
páginas están compuestas por líneas tachadas. El Gobierno no tuvo más remedio
que acceder a la publicación, pero las agencias de seguridad impusieron la
censura. Las barras de tinta negra de los nombres y los detalles borrados, las
páginas enteras que son una sucesión entrecortada de tachones negros, acentúan
la vergüenza en vez de disimularla. Si lo que podemos leer es tan cruel e irracional e
inaudito, cómo será lo que se nos mantiene prohibido. Queriendo
atajar el testimonio, los responsables del abuso ahondan su oscuridad y
certifican su propia vileza, la organizada vileza administrativa de los
proveedores de infiernos.
Como terrorista, Mohamedou Ould Slahi es altamente
improbable —en 14 años de interrogatorios y de investigaciones no se le ha
acusado de ningún delito—, pero es más singular todavía como testigo. En 2001
tenía 30 años. Nació en Mauritania, en una familia religiosa y modesta. Era
inquieto y muy listo, y consiguió estudiar ingeniería electrónica. Durante años
estudió y trabajó en Alemania. Muy joven, en una época de fervor militante,
había pasado un verano de entrenamiento guerrillero en Afganistán, justo en la
época en la que las milicias islamistas disfrutaban de la protección y el
soporte económico de Estados Unidos. Cuando volvió de Afganistán, Slahi se alejó
del activismo político. A finales de los noventa emigró a Canadá, buscando una
atmósfera más propicia para los emigrantes que la de Alemania. En octubre de
2001 voló de regreso a su país. Al poco de llegar recibió una visita de la
policía. Querían que los acompañara a la comisaría para unas consultas de
rutina. Le dijeron que llevara su propio coche, y así podía volver más rápido a
casa, probablemente esa tarde, cuando terminara todo.
Todavía no ha vuelto. Lo esposaron y le encadenaron
los pies, le vendaron los ojos, le pusieron unos tapones en los oídos, le
taparon la cabeza con una capucha. Los policías mauritanos le dijeron que unos
emisarios de Estados Unidos se interesaban por él. Le habían quitado la ropa y
antes de ponerle un pijama naranja le ajustaron un gran pañal a la cintura. Hay
una humillación particular para un adulto en tener que hacerse encima las
necesidades. Lo llevaron a rastras a un avión y lo esposaron y encadenaron en
un asiento. Pronto perdió el sentido de la realidad, el del paso del tiempo.
Cuando el avión aterrizó, logró enterarse de que lo habían llevado a Jordania.
Lo interrogaron y lo torturaron durante ocho meses en
una prisión de Ammán. Después lo hicieron subir a otro avión encadenado y
esposado y con el pañal en la cintura y la venda y la capucha en los ojos y los
tapones en los oídos y lo llevaron a la base militar de Bagram, en Afganistán. En
ningún momento supo de qué lo acusaban. Al poco tiempo, después de otro viaje
en avión, fue arrastrado por la escalerilla hacia la pista y notó el aire
caliente y húmedo de la bahía de Guantánamo.
Le introducían
cubitos de hielo bajo el uniforme y se lo apretaban con correas. Lo dejaban sin
comer ni beber agua durante muchos días y luego lo forzaban a comer hasta que
vomitaba, y le hacían beber tanta agua que sentía que el vientre le iba a
reventar. Durante 70 días seguidos no le permitieron dormir. Lo dejaban
derrumbarse en una silla y derribaban la silla de una patada para que cayera
contra el suelo. Se presentaban ante él con las caras tapadas por máscaras de
Halloween. Torturaban a otros presos en las celdas contiguas para que él oyera
los golpes y los gritos. Lo forzaban a mantenerse en pieuna noche entera escuchando canciones de heavy
metal a todo volumen. Lo obligaban a limpiar el retrete con su propio
uniforme y a ponérselo luego. Le volcaban un cubo de agua sobre la cabeza y
bajaban al máximo la temperatura del aire acondicionado hasta que lo veían
sacudirse con tiritones convulsos.
Mientras tanto, Mohamedou aprendía inglés, prestando
atención al habla de sus verdugos, incluso fijándose en las letras de las
canciones que retumbaban en la celda. Le gustaba tanto leer que una vez que le
dieron una almohada leyó con delectación una y otra vez las palabras de la
etiqueta. Guantánamo Diary es un testimonio feroz escrito en
un inglés insuficiente y jugoso, lleno de esas expresiones y giros que a los
estudiantes aplicados les gusta tanto usar: es la voz desconcertante de un
hombre que en medio del infierno no pierde la capacidad de observación y de
ironía, la médula de su humanidad.
Guantánamo Diary. Mohamedou Ould
Slahi. Editado por Larry Siems. Little, Brown & Company. EE UU, 2015. 432 páginas. 29 dólares (25 euros).
Para Cristina Deus.
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