En un mundo de complejidad creciente el hecho de poseer
conocimiento sobre los entramados que conforman nuestra existencia diaria se ha
convertido en una necesidad ineludible y una forma evidente de poder y control.
De ahí que la figura del experto se haya convertido en el nuevo “gurú” de
nuestra sociedad. A él acudimos inevitablemente para pedir consejo ya que, como
es evidente, el común de los mortales carecemos de todos los conocimientos
necesarios para tomar las decisiones más adecuadas, así que en la medida que
las fuentes de conocimiento no son accesibles para todos, nos vemos obligados a
consultar a dichos expertos para que su sagacidad nos guíe de un modo
pertinente. Desde una perspectiva individual y colectiva apelamos a la forma de
una autoridad en la que depositamos nuestra confianza.
La confianza, al
igual que la fe, es una creencia que descansa en la seguridad que otorgamos a una
persona o grupo en razón de la competencia que le atribuimos en el manejo de su
conocimiento, confianza que se verá reforzada según el resultado de nuestras
experiencias.
El problema es que,
como nos recuerda el profesor de Filosofía Política Daniel Innerarity en su
artículo Alguien en quien confiar, los
expertos nos decepcionan con frecuencia, pues no están a la altura de las
responsabilidades que han contraído, ni de los sueldos que cobran por asumir
este cometido. Todos tenemos en mente algún que otro ejemplo que podría
ilustrar este aserto; como el caso tan publicitado de “las participaciones
preferentes”, un artículo bancario en el que se emite una deuda, que puede
rendir altos intereses en tiempos de bonanza o convertirse en humo en épocas de
crisis. El problema es que han sido miles las personas que han visto como sus
ahorros se esfumaban porque confiaron en aquellos expertos financieros que así
les aconsejaron, sin advertirles que eran inversiones que entrañaban un alto
riesgo.
Así que si alguno de vosotros todavía no tiene tema para su presentación, puede
animarse a responder estas cuestiones de conocimiento:
¿En qué
medida los conocimientos que posee una persona juegan un papel al decidir si
una acción es correcta o incorrecta?
¿Bajo qué
condiciones sería legítimo que una persona alegue ignorancia?
¿Es responsabilidad de la gente averiguar tanta
información pertinente como les sea posible, o debería confiar en el
diagnostico de un experto?
Podéis leer todo el artículo en el siguiente enlace:
Alguien
en quien confiar. El País/4/04/2014
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