Frecuentemente en los diarios nos encontramos con
una nueva encuesta sobre actitudes que pone de manifiesto la creciente apatía
de la gente joven hacia la actividad política, esto no debe extrañarnos si -como
parece ser el resultado de la experiencia vivida recientemente y comentada en
este Blog- el ejercicio del debate político convierte al Parlamento en un espacio donde los aplausos y las reprobaciones están
en función del color político del interlocutor, en un juego de astucia y amenazas, trasiego de intereses
sustentados por lugares comunes que alimentan un burdo
conformismo de consecuencias letales para la cultura política y democrática de
nuestra sociedad, pues reduce a la ciudadanía a un estado de resignación e
impotencia al ver como se gestiona, desde la ignorancia, el principio más
básico del sistema democrático: la libertad de expresión. Esto es así pues sus
señorías los diputados, al construir sus discursos sobre tópicos y
descalificaciones, hacen un uso ilegítimo de la libertad de expresión, ya que el
derecho a hablar en público exige el deber de decir algo con sentido.
Lamentablemente hoy parece como si cualquier idea, por el mero
hecho de ser emitida, tuviese el derecho a existir sin necesidad de ser
justificada. Pero si esto es grave, peor resulta el vergonzoso espectáculo de
escuchar la consigna de partido repetida, con mayor o menor acierto, una y mil
veces a modo de eclesial letanía. Desgraciadamente vivimos en una sociedad
donde es posible la libertad de expresión para no decir nada, donde hay libertad
para tener un pensamiento propio para no pensar nada. Aquellos que nos
dedicamos a fomentar la reflexión y el pensamiento entre los más jóvenes no nos
sorprende su indignación tras esta clase de ejercicio abyecto del poder
político.
Espero que esta experiencia se convierta en un revulsivo suficiente para
entender que la práctica política no puede entenderse solo como un equilibrio
de fuerzas, como un deseo de poder, sino que debe estar al servicio de principios
como la justicia y la prevención de la desigualdad que la sociedad genera. Así que puesto que no podemos esperar de la política
la “vida buena”, al menos debemos exigir que contribuya decididamente a evitar
el miedo y el sufrimiento. Estamos en nuestro derecho a exigir el cumplimiento
de este deber inexcusable.
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