La ciencia tiene en nuestra
sociedad una alta credibilidad. Cuando se afirma que algo es “científico” se
quiere dar a entender que goza de fiabilidad por ello cualquiera que busque esta aceptación, desde una
empresa publicitaria, un discurso político o una institución religiosa, acudirá
a ella para dar a entender que su afirmación está más allá de cualquier
discusión. Cuando se sigue tal concepción del quehacer científico se suele
partir de la creencia de que la ciencia se basa en hechos; es decir, es
afirmaciones acerca del mundo que pueden ser verificados a través de métodos
contrastados, de ahí se infiere que los resultados establecidos serán seguros
y objetivos. Pero si la estructura de la ciencia está asentada en hechos
observacionales que ofrecen resultados objetivos en la investigación, ¿cómo es
posible que los mismos hechos puedan mostrase erróneos en el curso de otros
estudios?, ¿todo está sujeto a revisión?
Lee el artículo que, a
continuación se propone, y seguimos discutiendo en clase.
PABLO LINDE 27 OCT 2014 El País
¿Qué le
ocurrió al pescado azul cuando pasó de ser un demonio nutricional a un alimento
saludable? ¿Por qué los huevos antes subían el colesterol y ahora no tanto?
¿Qué falla cuando se descubre que un medicamento ampliamente usado es más
dañino que beneficioso? ¿Todo está sujeto a revisión? ¿Es que no nos podemos
fiar de nada? Empezando por la última pregunta: sí, en general, nos podemos
fiar de los consensos científicos que determinan las propiedades de un producto
(no tanto de las marcas que los comercializan, ver despiece). Los estudios son
cada vez más precisos, las muestras poblacionales mayores, los errores que se
han cometido en el pasado tienden a paliarse y cada vez conocemos mejor cómo
funciona el cuerpo humano. Siguiendo por la penúltima cuestión, la respuesta
también es sí: todo está sujeto a revisión. ¿Es esto una contradicción? El
filósofo Mario Bunge explica que, a diferencia de otras disciplinas, las
ciencias investigan, y por lo tanto, descubren hechos y producen ideas nuevas
que a veces contradicen el saber anterior. “El Papa será infalible, pero los
científicos no. Sin embargo, los errores científicos terminan por descubrirse
porque, a diferencia de la religión y de la pseudociencia, hay libre discusión
y, en cuanto aparecen motivos para dudar de una idea o un procedimiento, se
examina o se reexamina”, argumenta.
La confusión
entre correlación y causalidad es uno de los principales motivos para el
asentamiento de conocimientos erróneos. Un ejemplo clásico para entender ambos
conceptos es esta afirmación verdadera que lleva a equívocos: los niños con los
pies más grandes razonan mejor que aquellos que los tienen pequeños. ¿Quiere
decir que el mayor tamaño de esta extremidad mejore las habilidades cognitivas?
No, simplemente los chavales con los pies más grandes tienen más edad. Resulta
sencillo entender que esta correlación no guarda causalidad, pero en otras
ocasiones la intuición nos lleva a juicios erróneos. Incluso los científicos
expertos en salud han caído en la trampa y a lo largo de la historia han
sostenido afirmaciones que resultaron ser falsas. El ejemplo del huevo es uno
de ellos. Se parte de una hipótesis biológicamente plausible: el huevo contiene
colesterol, por lo que resulta verosímil que su ingesta contribuya a aumentar
los niveles de esta grasa en la sangre. Cuando en los años setenta se
realizaron estudios epidemiológicos (que muestran pautas de salud de grandes
grupos de población) buscando la correlación entre consumo de alimentos con
colesterol y sus niveles en humanos, se halló que efectivamente existía. Así,
la comunidad médica y científica encontró razonable pensar que el huevo elevaba
el colesterol y llegó a la conclusión de recomendar no más de tres por semana.
Hoy cualquier doctor o dietista bien documentado le dirá, en general, que puede
ingerir tranquilamente uno al día.
El
nutricionista Juan Revenga explica que muchas de las
recomendaciones que se hacen parten de este tipo de análisis: “Se estudiaban
dos variables y un resultado, y se formulaban recomendaciones en función de
estos. No se tenía en cuenta que también hay una infinidad de parámetros que no
contemplamos; puede que no los hayamos pensado y también influyan o que, según
quién haya hecho el estudio, no los haya querido ver”.
Revenga pone
un ejemplo que mezcla varios ingredientes que dan como resultado conclusiones
erróneas: el caso del alcohol. Está relativamente asentado que una copa de vino
al día es saludable. Existen estudios que muestran que quienes la ingieren
tienen, de promedio, menos problemas cardíacos que quienes no lo hacen. Y la
industria ha procurado, por varias vías, que todo el mundo se entere de estos
resultados. “Pero, para empezar, el daño que produce el alcohol es muy superior
a los beneficios que puede traer, es un producto tóxico altamente deletéreo. Es
cierto que tiene ciertas sustancias que biológicamente pueden ser beneficiosas,
pero las cantidades que habría que ingerir hacen que sea contraproducente.
Además, son tantos los riesgos de su consumo que no conviene aconsejarlo”,
explica Revenga. Esto es así hasta el punto de que la UE ha prohibido que el
etiquetado de bebidas con más de 1,2% de alcohol en su composición contengan
recomendaciones saludables. “Nuevos estudios parecen mostrar que la correlación
entre el consumo moderado de alcohol y la longevidad tienen más que ver con la
calidad de vida de quienes lo consumen”, añade. Es decir, no es el vino lo que
causa vivir más, sino que se da la circunstancia de que, quienes beben
cantidades moderadas de vino, suelen tener buena calidad de vida, gozan de una
sanidad avanzada y de trabajos físicamente seguros.
En el caso
del alcohol, como en el de muchos otros, interviene lo que en inglés se
denomina cherry picking (cuya traducción literal sería algo
así como ‘recolección de cerezas’).
Solo las mejores cerezas van al cesto
Se realizan
muchas investigaciones que no se publican. Si la industria del vino o la de la
cerveza realizan un análisis metodológicamente correcto que concluye que su
producto causa determinados males, es muy probable que lo metan en el cajón y
nunca vea la luz. Solo escogerán las cerezas rojas y hermosas, los estudios que
hallan correlaciones positivas, no las pochas. Es la falacia de la evidencia
incompleta, que ha llevado a asumir durante años supuestas verdades que han
resultado no serlo. El médico y divulgador científico Ben
Goldacre, en su libro Mala Farma (editado por
Paidós) hace una brutal crítica a las farmacéuticas por ejecutar esta práctica.
Pone como ejemplo el Reboxetine, un antidepresivo que él mismo prescribía. Lo
hizo durante mucho tiempo tras haberse documentado ampliamente con toda la
literatura médica disponible. El problema era que también había mucha que no lo
estaba. El médico explica en su libro que solo una cuarta parte de los estudios
estaban publicados. Cuando descubrió las conclusiones de los otros análisis, se
dio cuenta de que los efectos secundarios eran peores que el supuesto bien que
aportaba el medicamento, porque de hecho, el Reboxetine “no funciona”. Por eso,
Goldacre propone una legislación en la que sea obligatorio publicar todas las
investigaciones que se realizan. En casos como este, estaríamos hablando
directamente de una mala praxis, casi de una estafa. No falla la ciencia, sino
quienes la practican, como sucede con los análisis erróneos.
Juan de Mata Donado Campos,
médico y, entre otros cargos, profesor de la Escuela Nacional de Sanidad y del
Centro Nacional de Epidemiología del Instituto de Salud Carlos III, reconoce
que en la fase de diseño y análisis de un estudio epidemiológico se pueden
cometer errores y de hecho se cometen. “Cuando se produce un cambio de
paradigma no se basa en el resultado de una sola investigación, sino en los
resultados de muchos realizados por diferentes investigadores y en diferentes
tipos de población. Por lo que es imposible que en todas ellas se cometan
errores”. Esto no solo se realiza con estudios epidemiológicos, sino con
cualquier investigación. Es lo que se denomina metaanálisis: se examinan todos
los estudios sobre un tema, se ponderan en función de las muestras (los sujetos
que han participado en cada uno) y se extraen conclusiones más estables que las
que pueda dar uno aislado. Muchas falsas creencias (más de la población en general
que de la comunidad científica, que no se suele fiar de cualquier publicación)
provienen de datos aislados que pueden resultar de una metodología incorrecta,
ser incompletos o resultar contradictorios con la mayoría de estudios
realizados a posteriori.
Aquí los
medios de comunicación también tienen la responsabilidad de examinar si lo que
publican es realmente digno de crédito, como denuncia Goldacre en su primer
libro, Mala Ciencia (editado por Planeta). Así, las
conclusiones de un metaanálisis sentarán verdades más estables. Ocurre por
ejemplo con las grasas saturadas. Uno reciente concluye que, probablemente, no
sean tan malas como se ha pensado hasta ahora. “Esto no quiere decir que sean
buenas”, previene el nutricionista Revenga. Por muy completos y bien hechos que
estén los estudios, incluso los metaanálisis, se suelen realizar entre
centenares, miles de personas en el mejor de los casos. Puede suceder que
reacciones muy específicas no afloren en ellos. Juan Ramón Castillo,
presidente del Centro Andaluz de Farmacovigilancia, explica que cuando la exposición
se lleva a cientos de miles o millones de personas pueden surgir problemas
raros. “¿Es que no son seguros los medicamentos? Cuando son comercializados,
las agencias han hecho evaluación del beneficio riesgo como favorable. Los
sistemas de farmacovigilancia [en España hay un centro en cada comunidad
autónoma] trabajamos con sospechas de las que nos avisan pacientes y médicos.
Una vez que la tenemos, investigamos si existe una causalidad que pruebe esa
asociación. Son necesarios procesos de ampliación de señal, informes en el
sistema español de farmacovigilancia, presentarlos en la Agencia
Europea del Medicamento… Mediante un sistema de evaluación se
determinará si la relación riesgo-beneficio cambia, lo que puede variar la
prescripción del fármaco a un grupo de población concreta, a todo el mundo, o
incluso suponer su retirada”, explica.
Un ejemplo
de gran impacto fue la retirada en 2001 de un medicamento con cerivastatina
contra el colesterol tras detectarse problemas musculares, astenia, debilidad,
e incremento de sensación de fatiga que podían llegar en casos graves a
insuficiencia renal, o ser incluso mortales. Son ejemplos que algunos pueden
esgrimir para denunciar que estamos expuestos a muchos peligros, pero que la
comunidad científica utiliza para explicar que el sistema funciona y que los
riesgos son cada vez menores. Y siguen perfeccionándose. Donado Campos asegura
que en un futuro cercano se impondrán la utilización de los big data (grandes
cantidades datos) lo que, “junto con la utilización masiva de la
geolocalización, va a provocar un cambio de paradigma en el diseño y análisis
de los estudios epidemiológicos, ya que el manejo de estos datos superará la
capacidad del software habitual para ser recogidos, manejados
y analizados en un tiempo razonable”. Y añade: “Con estas nuevas capacidades
seremos capaces de identificar el lugar exacto de aparición y el número de
casos de enfermedades transmisibles, determinar quién influye sobre nuestro
comportamiento para ganar peso o tener una vida más saludable”.
Desconfíe del etiquetado: el truco del asterisco
Si ve una
etiqueta con alegaciones saludables, sospeche. Es la recomendación de José Manuel López Nicolás, profesor de la
Facultad de Biología de Murcia y autor del galardonado blog divulgativo
Scientia. En él carga duramente contra una industria que, según dice, trata de
engañar al consumidor. La pregunta que se hace es: “¿Por qué las autoridades no
lo evitan?”. El sistema es el siguiente: para que una etiqueta tenga una
alegación saludable, como que el producto baja el colesterol o es bueno para
las defensas, debe contener determinadas sustancias para las que la Agencia
Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA en sus siglas en inglés)
haya aprobado esas recomendaciones. Hasta el momento, se han presentado 2.245
productos de los cuales, tras su análisis, la EFSA solo ha autorizado 250
recomendaciones saludables, es decir, un 11%. Un ejemplo de recomendación
saludable aprobada es que los esteroles, presentes en algunas bebidas, ayudan a
bajar el colesterol. Otro que la vitamina B6 ayuda a las defensas. López
Nicolás explica que la gran mayoría de los productos son legales porque los
eslóganes que usan son literalmente los que ha probado la EFSA. “El problema es
que está referido a un ingrediente que se encuentra en una cantidad mínima,
pero toda la publicidad se basa en torno a otro ingrediente que no tiene nada
que ver y que es por lo que se paga. Por ejemplo, la vitamina B6, que suele
acompañar a los productos con lactobacillus. Esta vitamina es la que ayuda
verdaderamente a las defensas. Pero un plátano, que no tiene etiqueta, tiene el
triple de vitamina B6”, explica. Es lo que llama el truco del asterisco. El
problema es que ni siquiera todas las etiquetas que vemos respetan este límite
de cumplir la ley por el asterisco. Una vez que se comercializan los productos,
la competencia inspectora y sancionadora es de las comunidades autónomas. En
una campaña que llevó a cabo la Junta de Andalucía el año pasado, casi el 40%
de etiquetas de productos saludables y nutricionales no cumplía con la
normativa comunitaria. Grasas comestibles, platos cocinados y conservas acumulaban
el mayor número de incumplimientos. Están consideradas infracciones de carácter
leve y les corresponde una multa de entre 200 y 5.000 euros.
Edulcorantes, un caso aparte
Los edulcorantes artificiales llevan
mucho tiempo en el punto de mira de científicos y consumidores. Es una creencia
extendida que provocan cáncer, pero lo cierto es que los márgenes de seguridad
que ha probado la ciencia dan margen para tomar más edulcorantes de los que una
persona normal puede ingerir sin preocuparse por su salud. Recientemente se ha
hecho público un estudio (liderado por el israelí Eran Elinav, del Instituto
Weizmann, y publicado en Nature)
que nada tiene que ver con esta enfermedad, pero que vuelve a poner la salubridad
de estas sustancias en entredicho. Asegura que alteran el equilibrio bacteriano
del sistema digestivo y que propicia subidas de la glucosa en sangre, lo que
puede desencadenar diabetes. De ser cierto, supondría que los beneficios de los
edulcorantes como sustitutivos de la sacarosa se diluirían. Sin embargo, la
comunidad científica ha recibido este estudio con escepticismo. En primer
lugar, porque está fundamentalmente basado en ratones. El doctor en bioquímica José
Miguel Mulet explica que hace tiempo ya hubo un “error
importante” cuando se dijo que algún edulcorante producía cáncer de vejiga y el
verdadero problema fue que no era extrapolable a humanos. Además, en este
estudio se hace un ensayo posterior en personas, pero solo con siete
individuos, frente a otros con 300.000 que no habían detectado estos problemas
con los edulcorantes. Hay dos problemas más: por un lado, los niveles de
concentración con los que se hizo el estudio son mucho mayores de los que una
persona suele ingerir en un día y, por otro, que la investigación se realizó
con sacarina, por lo que tampoco sería exportable a otros edulcorantes
artificiales. Así, para que haya un cambio de paradigma con respecto a la
seguridad de estas sustancias serían necesarias evidencias mucho más sólidas.
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