A propósito del lenguaje, inmersos como os supongo en la interpretación de la película que rodó Arthur Penn en 1962 para contar la historia real de Hellen Keller y Anne Sullivan “The Miracle Worker”, en la que se le encomienda a Anne Sullivan la difícil tarea de educar a Hellen Keller, una niña ciega, sorda y muda. Su firme propósito de arrancar a Hellen del aislamiento en el que está, lo expresa de este modo: “Todo lo que el hombre piensa, siente y sabe lo expresa con palabras, y ellas disipan las tinieblas. Y yo sé, estoy segura, de que con una palabra conseguiría poner el mundo en tus manos. Y bien sabe Dios que no me conformaré con menos.”
¿Tenía razón Adous Huxley (1974) cuando dijo que “las palabras forman el hilo en el cual entretejemos nuestras experiencias”?
Para
considerar la naturaleza del lenguaje, os dejo este interesante artículo del
pensador y filósofo José Luis Pardo Torío sobre El viejo lenguaje.
Aunque hoy
sea normal considerar el lenguaje como un instrumento de comunicación y
entendimiento entre los hombres, durante siglos los filósofos modernos vieron
en él justo lo contrario: la raíz de las disputas, el instrumento de los malos
entendidos, de la confusión, de la ignorancia y hasta de la guerra. ¿Se
equivocaban? La verdad es que tenían buenos motivos para desconfiar: Europa
atravesaba un periodo despiadado de contiendas sanguinarias, interminables y
enconadas, guerras de religión animadas por miles de palabras siniestras y
cargadas de razones, por toneladas de declaraciones sentenciosas que avivaban
el fuego de las batallas con el sello de los teólogos.
Como dice
uno de los lúcidos Pensamientos despeinados de Stanislaw
Jerzy Lec, “Caronte tenía que sacar a menudo de las bocas de los muertos las
palabras que les habían metido”. Por eso los sabios buscaban denodadamente un
sistema de notación alternativo que tuviese la transparencia y la universalidad
de la lógica, la precisión de la matemática y la claridad de la intuición, un
lenguaje superior al lenguaje que en lugar de encubrir el pensamiento lo
revelase en su pureza, y que en lugar de interponerse entre la mente y la
naturaleza sirviese a esta última para inscribirse de manera espontánea en
aquella, sin perderse en los meandros insondables de la diversidad idiomática
con la que una divinidad vengativa castigó a los soberbios ingenieros que
idearon la torre de Babel. Entre otros muchos, Raimon Llull trabajó denodadamente
en la invención de sus signos, los racionalistas lo rebautizaron como Mathesis
Universalis, y Leibnizlo
redefinió como un álgebra que, sin dejar lugar a la interpretación ni margen a
la controversia, permitiría a quienes estaban enfrentados en algún litigio
sentarse serenamente con un lápiz y un papel para que un cálculo racional
resolviese el conflicto sin necesidad de recurrir a la fuerza, eliminando la
impudicia de las negociaciones y de las presiones, y la brutalidad de la
violencia.
Todavía en los albores del siglo XX, Gottlob Frege, Bertrand Russell y
Alfred N. Whitehead creyeron haber encontrado algo parecido en los prodigiosos
desarrollos de la lógica matemática que luego vino a desembocar en la teoría de
la computación que sustenta aún el softwarede los aparatos
informáticos de los que todos somos hoy usuarios. Los filósofos neopositivistas
del círculo de Viena, herederos de aquella consigna de Newton de abandonar lo
que el vulgo entendía por tiempo y espacio, sustituyéndolo por la expresión matemática
de estas instancias (a la que ya Galileo consideraba como la lengua en la que
está originariamente cifrado el libro de la naturaleza), acuñaron la despectiva
fórmula “lenguaje ordinario” para designar esa peligrosa herramienta siempre
sospechosa de falsedad, de imprecisión y de doble intención.
La idea de
superar las “turbulencias” causadas por el lenguaje y las “ilusiones” creadas
por la gramática (de las cuales, según muchos testimonios, serían hijas tanto
las polémicas entre religiones como las hipóstasis metafísicas, quién sabe si
incluso las trifulcas vecinales), con todo, no es exclusiva de las ciencias
formales. Muchos naturalistas han estado investigando las pautas de
comunicación animal, con la mira secretamente puesta en la posibilidad de
hallar una inmediatez en el intercambio de información y en el acceso a una
verdad evidente que soslayase la irremediable ambigüedad de las palabras y en
la que no tuviese cabida la posibilidad de torcer interesadamente el sentido
con las más perversas intenciones. Y, ya fuera del terreno científico, lo que
luego se llamaron las “bellas artes” abrigaban desde antiguo la esperanza de
descubrir los números secretos de la percepción sensible y de la belleza
espiritual, la estructura oculta de los cuerpos y de las figuras, de las
dimensiones y de las proporciones de los mismos, más allá de los engañosos
nombres que las recubren y disfrazan.
Los primeros
atisbos de la abstracción en las artes visuales, y mucho más marcadamente la
aparición del cubismo, despertaron entre los aficionados la promesa de un
“sistema de representación” (cuyas excentricidades se veían entonces como
analogías estéticas de las paradojas de la teoría de la relatividad que acababa
de revolucionar la física) más verdadero y auténtico que el de la tradición
naturalista o que el de la perspectiva renacentista (que no dejarían de ser
“ilusiones” verosímiles y fórmulas eurítmicas para hacer pasar por verdadera
una mentira). Y lo mismo sucedió con el atonalismo en el terreno de la música
contemporánea: su llegada fue saludada como la emergencia de un nuevo
lenguaje que, si al principio sonaba extraño o ininteligible, acabaría
mostrándose como más adecuado que el del clasicismo vienés en cuanto nos
acostumbrásemos a él. Y cosas parecidas sucedieron en el ámbito de la política,
de la economía o de la moral sexual. Era un tiempo en el que cada otoño se
anunciaba la aparición del esperado “nuevo lenguaje”.
En más de un sentido podría decirse que aquellos
proyectos de los sabios fracasaron uno tras otro, chocando contra limitaciones
insuperables. En cuanto a las vanguardias históricas (no sólo de las
artísticas, también de las políticas), también ha pasado ya el tiempo
suficiente como para constatar que no hemos logrado acostumbrarnos a
esas nuevas notaciones o sistemas de representación, que no hemos conseguido aprender esos
nuevos lenguajes artificiales ni enmendar con ellos las carencias de los
naturales, y que incluso las más sofisticadas propiedades de la física cuántica
sólo son para nosotros imaginables cuando las traducimos, como mínimo, a los
términos de la mecánica clásica. Como en tantas otras ocasiones, Wittgenstein, con la
terrible ingenuidad de sus apotegmas, dio en el clavo al protestar contra la
arrogancia de sus colegas cuando repudiaban el “lenguaje ordinario”,
denunciando en ese rechazo la ilusión de un “lenguaje extraordinario” que nadie
ha encontrado ni encontrará nunca, porque no tenemos más lenguaje que el
ordinario, porque la música o la matemática son lenguaje (es decir, son
maravillosos mecanismos del lenguaje), pero no son un lenguaje
distinto del lenguaje, ya que no hay para nosotros una alternativa al lenguaje
más allá de él, y es sólo en sus márgenes en donde brillan los teoremas y las
demostraciones, los ritmos y las armonías.
Pero los filósofos modernos estaban
en lo cierto al notar que el lenguaje es el elemento de la confusión y del
engaño. Lo que nosotros hemos aprendido entretanto es que también es el
elemento del entendimiento y de la certidumbre, y que cualquier intento de
librarnos definitivamente de sus peligros es un camino seguro para renunciar a
la posibilidad, aunque sea improbable, de encontrar en la intransigencia de sus
leyes un lugar, entre el retorcimiento que los hombres imponen a las palabras y
la rigidez que las cosas exigen de ellas, para la verdad y para la dignidad.
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