Hace unos
días leí esta frase en un papel pegado a una farola, y me resultó curiosa. A
primera vista, podría parecer un sinsentido, ¿verdad? Pero si pensamos más allá
nos podemos dar cuenta de lo acertada que es esta sentencia.
Actualmente,
vivimos en una sociedad basada en la rapidez, la efectividad y sobre todo la
competitividad; en la superación no ya de uno mismo sino de los demás. Buscamos
ser los mejores, llegar a lo más alto sin importar las acciones que tengamos
que llevar a cabo para conseguirlo. Poco importa el trabajo en equipo o la
asertividad.
En caso de conseguir
nuestros objetivos, nos autocomplaceremos en nuestro creciente ego y buscaremos
la aprobación y congratulación de los demás. Pero, ¿qué sucede en caso de no
conseguirlos?
Si no lo
logramos, no somos nadie. La presión a la que nos vemos sometidos diariamente
por parte de nosotros mismos proviene realmente de la sociedad, es esa fuerza
que nos hace pensar que, si no lo conseguimos a la primera, no servimos, no
somos aptos.
Para no
fracasa, la solución no es imponerse objetivos irreales cada vez más arriesgados
o imposibles. La solución es conocerse a uno mismo, aprender de los errores
propios y sobre todo aprender a saber rendirse a tiempo. Aceptar las
capacidades y circunstancias personales es la mayor victoria de todas, ya que
de esta manera nunca nos veremos fracasando o dudando de nosotros mismos. La
mayor muestra de valentía no es la del que lo intenta hasta lo imposible, es la
de aquel que sabe cuándo retirarse y empezar de cero otra vez.
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