miércoles, 12 de septiembre de 2018

Cuando el pensar es una fiesta


A propósito de eso que os estaréis preguntado, comienzo este curso de Filosofía 2018-2019 con un artículo de Manuel Cruz, catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona.

¡Sed bienvenidos!


“El filósofo reflexiona sobre cualquier cosa, pero no de cualquier manera. No existen temas específicamente filosóficos, sino un tratamiento filosófico de casi cualquier tema. El filósofo no ve más que los demás, ve lo mismo que todo el mundo, se maneja, al igual que los demás, con las solas herramientas de su razón y su palabra, pero posa su mirada en aspectos que al común de la gente, entretenida en sus afanes y urgencias, le suelen pasar desapercibidos.

En efecto, todos pensamos, no se puede no pensar. Lo único que está en nuestras manos es la decisión de hacerlo mejor o peor, por cuenta propia o ajena. Nuestro mundo por entero está amasado de pensamiento, empastado con una espesa argamasa de nociones, valores, ideas y supuestos que le conceden su carácter particular, que provocan que se nos aparezca en la forma en que lo hace, como cargado de sentido o como perfectamente absurdo. Pero tanto una posibilidad como otra -como la infinidad de intermedias que se podría plantear- son declinaciones del pensamiento, derivadas ineludibles de nuestra condición de seres racionales.

En ese sentido, la filosofía ha estado siempre en todas partes porque constituye un elemento básico de lo real. Cuando se dice que hay películas filosóficas, novelas filosóficas, obras de teatro filosóficas o incluso canciones filosóficas, no se está describiendo una cualidad sino un grado. La actitud, pongamos por caso, del que se proclama de vuelta de todo y desdeña con pseudo-argumentos del tipo: "desengáñate, así funcionan las cosas: todo el mundo va a la suya" a quienes defienden la importancia de la ética en la vida pública, responde a un conjunto de convicciones de fondo tan cargadas de valor como las que afirma despreciar. Lo que le ocurre a semejante individuo es que, tan vergonzante como ignorante, se niega a reconocer y a defender en voz alta la naturaleza de los valores que en la práctica ha escogido.

Las diferencias entre filósofos tienen que ver, en definitiva, con las diferentes realidades en las que han vivido, desde la de la antigua Grecia a la del mundo contemporáneo, y con las actitudes que frente a ellas han ido adoptando. Pero si de todos podemos predicar la común condición de filósofos es porque comparten la voluntad de protagonizar sus existencias desde un determinado punto de vista, el de la inteligencia, y de ofrecer a los lectores de sus textos los materiales para que también puedan hacerlo, esto es, para que puedan correr la misma aventura.
Probablemente en el momento actual, en el que la filosofía más institucionalizada, la que se enseña en institutos y facultades universitarias, está sufriendo los reiterados ataques de unas autoridades educativas poco merecedoras de dicho, resulte más conveniente que nunca echar la vista atrás y convocar en nuestra ayuda a quienes nos precedieron en el uso de la palabra y del pensamiento.

La lección que extraeremos, es no solo la de lo que podríamos llamar, parafraseando a Nietzsche, la utilidad de la filosofía para la vida, sino la de que la filosofía en cuanto tal, el pensar mismo, es una fiesta, un fogonazo de luz en medio de la cerrada noche de la mediocridad y la ignorancia. Una de las intensidades mayores que le ha sido dada al ser humano. Sin el menor género de dudas.


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